Aterrador paisaje que dejó la mortandad masiva de manglares en la Ciénaga Grande de Santa Marta.



Desde hace ya siglos los manglares y otros ecosistemas boscosos de la transición tierra-mar han sufrido transformaciones y pérdidas de cobertura como consecuencia de las actividades humanas. A pesar de que se ha tomado conciencia de la importancia que revisten, se calcula que al finalizar el siglo XX su extensión en el mundo era inferior al 65 % de la original, con una tasa promedio de pérdida anual del 2 % durante las dos últimas décadas, aunque con variaciones regionales importantes. La acuicultura, la urbanización costera, los cultivos de arroz y palma de aceite y la actividad portuaria e industrial están reemplazando rápidamente el espacio ocupado por estos bosques. Además, la contaminación por derrames de hidrocarburos y vertimientos industriales y domésticos afecta gravemente sus procesos vitales, amenaza la supervivencia de muchas especies de fauna y flora y pone en riesgo la cantidad y calidad de los servicios ecosistémicos de los que depende una población considerable.
También en Colombia los manglares y guandales han experimentado en el pasado cercano una reducción alarmante de su cobertura y, a pesar de que en los últimos 30 años se han hecho grandes esfuerzos para contrarrestarla y proteger los remanentes, muchas de las amenazas no cesan y se requiere abordarlas con mayor ahínco, máxime cuando se reconoce el papel fundamental que estos ecosistemas desempeñan de cara al cambio climático.
La pérdida global de manglares
Un estudio de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura —FAO, por sus siglas en inglés— estimó que en 2005 los manglares del planeta ocupaban una superficie aproximada de 15.200.000 hectáreas, lo que demuestra que se habrían perdido alrededor de 3.600.000 de las 18.800.000 existentes en 1980, un alarmante 20 %. Aunque no existen cifras precisas o estas son deficientes en muchos países, se reconoce que en varios de ellos se perdió entre el 25 y el 100 % en el transcurso de las tres últimas décadas del siglo XX. México, por ejemplo, que en 1960 contaba con cerca de 1.500.000 hectáreas, habría perdido más del 60 % a comienzos de la década de 1990. En Ecuador, más del 70 % de la superficie original de este tipo de bosques fue erradicada para su reconversión en campos agrícolas y estanques de acuicultura. En algunas de las Antillas Menores, la proliferación de infraestructura turística ha exterminado casi la totalidad de los manglares originales.
Aunque la tasa de pérdida parece haberse ralentizado desde que comenzó el siglo XXI, aún sigue siendo preocupante en muchas regiones. Según el estudio de la FAO, la disminución promedio anual de manglares en el mundo en el decenio 1980-1989 fue de 1,2 % y se redujo al 0,8 % en los siguientes diez años. Según una evaluación global de coberturas de este tipo de bosques mediante teledetección satelital, publicada en 2016, la tasa anual de pérdida entre 2000 y 2012 se mantuvo alrededor del 0,5 % y actualmente oscila entre el 0,16 y el 0,39 %, con diferencias significativas entre regiones. Es indudable que este resultado se debe a los esfuerzos de muchos países dirigidos a la conservación —normas más estrictas, manejo forestal sostenible, áreas protegidas— y a la creación de una mayor conciencia en torno al valor de estos ecosistemas.
Las pérdidas mayores en el presente siglo se vienen registrando en el Asia suroriental y en Centroamérica, con deforestaciones entre 0,26 y 0,66 %. Los países más afectados son Myanmar (Birmania), Malasia, Camboya, Indonesia y Guatemala. Aunque la tasa de pérdida es reducida y la cobertura arbórea se mantiene aparentemente estable o incluso parece aumentar en algunos lugares, la deforestación todavía continúa, principalmente donde hay mayores extensiones. Las cifras ocultan las variaciones significativas que existen entre países y no dan cuenta de la degradación generalizada de hábitats ni de la sustitución de bosques maduros y diversos por plantaciones forestales monoespecíficas.
La extracción de productos forestales por parte de comunidades locales rara vez es una de las amenazas principales para los manglares; en cambio, la invasión de zonas de manglar para la instalación de viviendas informales y la competencia por la tierra para el desarrollo de proyectos de acuicultura, agricultura, infraestructura y turismo son usualmente los mayores causantes de la pérdida y transformación de los bosques costeros. A ello deben sumarse los impactos derivados del cambio climático global, principalmente el ascenso del nivel del mar y el consecuente retroceso de la línea costera.

Actualmente se destruyen o desaparecen cada año alrededor de 40.000 hectáreas de manglares en todo el mundo.
Factores de destrucción

La proliferación de granjas para acuicultura de camarones ha sido uno de los principales causantes de destrucción de manglares en los países tropicales.
Un grupo de expertos del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente —PNUMA— estimó en 2014 que aproximadamente una cuarta parte de la destrucción de los manglares en los países tropicales fue consecuencia de la proliferación de granjas para el cultivo de camarón, especialmente en el Asia suroriental. La alta demanda de este marisco en todo el mundo, acompañada a menudo de incentivos gubernamentales para instalar dichas granjas en el espacio ocupado por los manglares, junto con la falta de definición de los derechos de propiedad sobre ese espacio, incrementó las inversiones en dicha actividad. La escala de conversión de manglares a granjas acuícolas fue particularmente dramática en las décadas de 1950 a 1980, con una pérdida estimada de 140.000 hectáreas. En dicha época los manglares todavía eran considerados como zonas pestilentes, insalubres y criaderos de mosquitos, y sus servicios ecosistémicos eran subvalorados.
A pesar de las atractivas y rápidas ganancias económicas, la camaronicultura tiene unos elevados costos ocultos a largo plazo. Una vez que los camarones alcanzan su madurez —tres a seis meses—, los estanques son drenados para cosechar el producto, con lo cual se libera agua cargada de tóxicos —alimento no consumido, materias fecales de los animales, pesticidas y antibióticos— a los cuerpos de agua aledaños, lo cual afecta la fauna y flora acuáticas. Pese a los esfuerzos de limpieza que se hagan, cuando la actividad es finalmente suspendida, el lodo acumulado durante años en el fondo de los estanques queda contaminado e inútil para la agricultura. Un buen número de granjas han sido abandonadas debido a los problemas ambientales generados y a la aparición de enfermedades del camarón, que arruinaron el negocio, razón por la cual en algunos países se han expedido normas estrictas que regulan la actividad y se han adoptado medidas que mejoran las prácticas.
La actividad humana en los manglares genera vertimientos de agua caliente, metales pesados, pesticidas, bifenilos policlorados (PCB), fertilizantes, detergentes, aguas domésticas residuales, desechos sólidos y derrames de petróleo. La contaminación térmica por desagües de agua caliente reduce el área foliar y provoca defoliación parcial y plántulas enanas. Los desechos mineros e industriales son la principal fuente de contaminación por metales pesados como mercurio, plomo, cadmio, zinc y cobre, que generalmente llegan al manglar adheridos a partículas de sedimento en suspensión y, aunque no representan mayor amenaza ecológica, cuando se acumulan en los suelos pueden disminuir la tasa de crecimiento y respiración de los árboles y afectar negativamente la fauna asociada. El mercurio, el cadmio y el zinc son tóxicos para las larvas de invertebrados y peces, causan estrés fisiológico y afectan su reproducción.
Dado que muchos manglares ocupan un espacio particularmente atractivo en la franja costera por su potencial de desarrollo para infraestructura, es probable que el ecosistema desaparezca si se llegan a realizar tales obras, con lo cual resultarían afectadas las comunidades locales que se benefician de dicho recurso. Esta situación se presenta con frecuencia, debido a la expansión turística basada en complejos vacacionales y en la construcción de vías que fragmentan el manglar e interfieren con la hidrodinámica del área.
Un síndrome frecuente de degradación tiene que ver con la facilidad de acceso a los manglares desde ciudades cercanas, lo que promueve actividades extractivas que se vuelven insostenibles a medida que aumenta la población, fenómeno que se ve exacerbado por la inmigración desde zonas rurales, o a raíz de la construcción de nuevas vías.
Debido a su localización en la zona intermareal, a que sus raíces son poco profundas y a la consistencia inestable del suelo, los manglares son susceptibles de ser afectados por fenómenos naturales como huracanes, tsunamis y tormentas. El impacto depende de factores como la topografía del litoral, el flujo del viento y el nivel del agua. Las tormentas de fuerza moderada pueden derribar árboles o estos pueden ser alcanzados por rayos, pero por lo general los bosques se recuperan rápidamente. Por el contrario, las tormentas de alta energía —ciclones, huracanes y tifones— y los tsunamis pueden devastar grandes extensiones, con importantes efectos a largo plazo. Los manglares de áreas afectadas a menudo por huracanes se caracterizan por la poca envergadura y uniformidad del arbolado y por su desarrollo estructural simple.
Los manglares frente al cambio climático
La pérdida de manglares como resultado del cambio climático se atribuye principalmente al aumento del nivel del mar, a las inundaciones y tormentas, al incremento de las precipitaciones y a la alteración de las corrientes marinas; pero estos bosques también pueden verse afectados por los cambios que ocurren en ecosistemas vinculados a ellos funcionalmente.
Cuando los manglares no logran atrapar suficientes sedimentos entre sus raíces para aumentar la altura del suelo al mismo ritmo que sube el nivel del mar, la erosión remueve el sustrato, los árboles pierden estabilidad, caen y mueren. C. E. Lovelock y colaboradores (2015) encontraron que este fenómeno está ocurriendo en el 69 % de los manglares del Indo-Pacífico y en muchas islas del Caribe. Se espera que haya pérdidas adicionales como resultado del constreñimiento del espacio costero disponible para estos bosques, especialmente en regiones donde el ascenso del nivel del mar los obliga a replegarse tierra adentro; sin embargo, las barreras, tanto naturales —terrenos con fuerte pendiente y sustrato inadecuado— como artificiales —vías, edificios y diques—, les obstaculizan la dispersión y colonización de nuevas áreas. Se presume que el impacto del cambio climático será mayor en las costas áridas, donde, además del aumento del nivel del mar, se prevén incrementos de salinidad y disminución de aportes de agua dulce.
Los manglares establecidos a lo largo de costas con intervalos de marea amplios, como los del Pacífico colombiano, reciben mayores aportes de sedimentos provenientes de fuentes terrestres o del mar, los cuales se depositan sobre los suelos de los bosques y, al acumularse verticalmente, elevan el terreno, contrarrestando así el aumento del nivel del agua. Estos bosques, por lo tanto, son menos vulnerables que los que franjean costas con régimen micromareal o con hidrología restringida, como los del Caribe colombiano.
En cuanto a la capacidad de las especies de mangle para evolucionar frente al ascenso del mar, es fundamental mantener la diversidad de sus genes para adaptarse a las nuevas condiciones. Aunque las poblaciones de la mayoría de las especies de mangle han proliferado en los últimos 6.000 años, los cambios en el nivel de las aguas, acaecidos hacia el final de la última glaciación del Pleistoceno —hace aproximadamente entre 18.000 y 12.000 años— fueron presuntamente los responsables de la desaparición de varias especies en ciertas áreas del hemisferio occidental, como se deduce de la baja variabilidad genética de la mayoría de ellas, que parecen no haberse recuperado todavía de tal evento.
Aunque se considera que el cambio climático representa una amenaza para los bosques costeros tropicales, las interacciones entre varios procesos también pueden dar como resultado una expansión de su cobertura. Los manglares pueden responder al aumento del nivel del mar de tres maneras: sumergiéndose, elevando el nivel del terreno o, si la elevación es suficiente y existen corredores, invadiendo los humedales adyacentes. En tiempos pasados, al final del Pleistoceno y primera mitad del Holoceno —hace entre 13.000 y 5.000 años—, estos bosques se desplazaron tierra adentro a medida que el mar fue ascendiendo. Sin embargo, en la actualidad, las infraestructuras urbanas, turísticas, portuarias y viales constituyen barreras que restringen tal posibilidad en muchas áreas.

Los expertos estiman que el cambio climático está teniendo mayores impactos en las costas áridas debido a la disminución de las lluvias y al aumento de la salinidad.
Destrucción de los manglares y guandales en Colombia

Los manglares contrarrestan la erosión costera causada por el aumento del nivel del mar reteniendo sedimentos entre sus raíces.
Distintos estudios cartográficos y forestales, realizados desde la década de 1960 hasta años recientes, han calculado la cobertura de los bosques transicionales entre la tierra y el mar en Colombia, empleando metodologías, clasificaciones y escalas distintas, lo cual ha dado como resultado discrepancias significativas entre las cifras. No obstante, si se toman en cuenta únicamente los valores más pertinentes y confiables, y se observa su tendencia en el tiempo, se hace evidente que en los últimos 50 años ha disminuido aproximadamente en un 30 %. La mayor pérdida relativa de manglares se dio en la costa del Caribe: alrededor del 40 %, mientras que en la del Pacífico fue aproximadamente del 19 %; pero, si se suman las cifras correspondientes a los guandales, la pérdida en ese litoral alcanza un 24 %. Afortunadamente el comportamiento muestra una ralentización gradual, especialmente a partir de la década de 1990. Esto quiere decir que la superficie ocupada por estos bosques, en contraste con lo ocurrido a finales del siglo XX, no ha sufrido reducciones significativas en el presente siglo.
En las últimas tres décadas del siglo XX se perdieron numerosas hectáreas de manglares a causa de su reconversión a granjas para acuicultura, pastizales para ganadería y campos para cultivos agrícolas. Una cantidad importante, especialmente en la costa del Caribe, fue remplazada por infraestructura turística, urbana y portuaria, y otra fue degradada como consecuencia de la construcción de vías y otras obras que alteraron los regímenes hidrológicos y sedimentológicos. Sin embargo, algunos cambios se pueden atribuir a procesos como erosión, acreción y sedimentación.
En cuanto a los guandales, estos humedales boscosos están sometidos naturalmente al desbordamiento y aumento de nivel de los ríos, lo cual afecta su dinámica de regeneración, pero las mayores pérdidas se deben a la extracción de varias especies arbóreas dominantes para obtener madera, especialmente tangare o andiroba, Carapa guianensis, nato, sajo, sande y otobo, así como al entresaque de palmas para obtener palmito y otros productos.
Las dos costas colombianas enfrentan desafíos derivados del desarrollo socioeconómico, el cambio climático y los conflictos de uso de la tierra, los cuales representan amenazas para la integridad ecológica de estos bosques. A ello se suma la falta de aplicación estricta de la normatividad vigente y el consentimiento de algunas autoridades frente a las actividades ilegales.
Serie cronológica de cifras de la cobertura total de manglares en Colombia en kilómetros cuadrados. Las columnas en naranja corresponden a estimaciones que presuntamente incluyeron, además de la cobertura de manglares, toda la de humedales boscosos costeros. Se muestran las líneas de tendencia. (Compendiado a partir de Minambiente, 2002; FAO, 2007; Villalba-Malaver, 2005; Álvarez-León, 2019; y Uribe, 2020).
Situación en el Caribe colombiano
Aunque Colombia posee costas sobre el Pacífico y el Caribe, es en esta última donde históricamente se ha concentrado buena parte de la población y se han incrementado la inversión económica y el desarrollo urbano-industrial del país, lo cual se ve reflejado en el grado de intervención y transformación de los ecosistemas marinos y costeros. Se estima que al finalizar el siglo XX, el 35 % de los manglares existentes en esa costa había desaparecido, principalmente debido a su conversión en potreros para ganado y zonas de cultivo agrícola, a la expansión urbana y a la construcción de infraestructura portuaria, turística y acuícola. Solo para adecuar estanques para la producción industrial de camarón, entre 1983 y 2008 se destruyeron casi 4.000 hectáreas, principalmente en el delta del canal del Dique, la bahía de Barbacoas y Galerazamba. Aproximadamente la mitad de la extensión de manglares que todavía existe en la costa caribeña se encuentra en un estado de degradación preocupante, que incluye bosques alterados, cuyo arbolado ha sido afectado en más del 40 %, áreas en las que la mortandad de árboles supera el 80 % y humedales mangláricos altamente contaminados por desechos domésticos e industriales.
A la afectación causada por la intervención humana se suman las pérdidas generadas por la erosión costera, exacerbada por el aumento acelerado del nivel del mar y su interacción con los llamados mares de leva o marejadas ciclónicas. El avance de la erosión sobre los manglares es particularmente evidente en las islas de San Bernardo y del Rosario, así como en algunos tramos de las costas de Antioquia, Córdoba y Magdalena, donde incluso la infraestructura se está viendo seriamente amenazada.
Uno de los desastres ecológicos más significativos y conocidos del país es el relacionado con la mortandad masiva de los manglares del sistema delta-lagunar de la Ciénaga Grande de Santa Marta, ocurrida en el decenio 1985-1995, causada principalmente por la obstrucción de los canales de conducción de agua dulce provenientes de varios ríos, incluido el Magdalena, y en la interrupción de flujo hídrico entre la ciénaga y el mar, a raíz de la construcción de las carreteras Ciénaga-Barranquilla y Palermo-Sitio Nuevo, a lo cual se sumaron el secamiento de planos inundables y la construcción de terraplenes para evitar las inundaciones de fincas ganaderas. El resultado de todo ello fue la hipersalinización de las aguas y los suelos del sistema y, como consecuencia, la desaparición de más de la mitad de las 56.000 hectáreas originales de bosque, con lo que se perdió el hábitat de gran cantidad de animales, entre ellos peces, reptiles, mamíferos y aves.
Una de las consecuencias sociales más significativas del deterioro ambiental de la Ciénaga Grande y sus manglares fue la pérdida de la principal fuente de ingresos para alrededor de 20.000 personas que vivían de la pesca y la comercialización de productos pesqueros. Paradójicamente, este gran complejo alberga dos áreas del Sistema Nacional de Áreas Protegidas —el Santuario de Fauna y Flora de la Ciénaga Grande y la Vía Parque Isla de Salamanca— y es considerado un Humedal de Importancia Mundial, por la Convención Ramsar; Reserva Internacional de la Biósfera, por la Unesco; y Área de Importancia Internacional para la Conservación de las Aves —AICA—. Luego de las acometidas hidráulicas y del mantenimiento de los canales que surten agua desde el río Magdalena, realizados periódicamente desde 1996, la recuperación del complejo lagunar se ha hecho evidente en la cobertura de manglares, que hoy suma aproximadamente 39.700 hectáreas. Sin embargo, la erosión de la línea costera entre Barranquilla y Ciénaga —isla de Salamanca—, la desecación de terrenos y los incendios forestales provocados por manos criminales continúan amenazando la integridad de este valioso ecosistema.
Aunque menos dramático, el caso de la ciénaga de la Virgen, o de Tesca, ejemplifica la forma en que un ecosistema valioso sucumbe frente al desarrollo desenfrenado y a los intereses económicos de corto plazo. Se trata de una laguna costera ubicada en el corazón de Cartagena, cuyos manglares han sido reemplazados por barrios marginales, el aeropuerto de la ciudad, el anillo vial que la conecta con Barranquilla y grandes proyectos hoteleros e inmobiliarios. Solo la margen oriental del cuerpo de agua, altamente contaminada por desechos orgánicos —eutrofización —, mantiene remanentes de bosque en buen estado. Sin embargo, el alto grado de resiliencia de la laguna permite aún que algunas familias de las comunidades aledañas deriven su sustento de la pesca y la recolección de jaibas, almejas y camarones. La situación de la ciénaga de Mallorquín, que separa el casco urbano de Barranquilla del mar abierto, no es muy distinta, con el agravante de ser la receptora de descargas de desechos industriales; además, su cuerpo de agua se encamina a colmatarse por la acumulación de sedimentos provenientes del río Magdalena.
En la costa que bordea el golfo de Morrosquillo, tras la construcción de las vías Tolú-Coveñas y Tolú-El Francés-Guacamayas, vastas extensiones de pantanos fueron drenadas a fin de habilitar pastizales para la ganadería; también se ha incrementado la tala de mangle y el aterramiento de los humedales para el establecimiento de viviendas e infraestructura turística. Una situación similar se presenta con los manglares sobre sustrato coralino, característicos de la península de Barú y los archipiélagos de El Rosario y de San Bernardo, a los cuales les han robado parte de su cobertura para la construcción de casas de recreo e infraestructura hotelera.
En el golfo de Urabá, donde se localizan los manglares más meridionales del Caribe, la mayoría de estos se han convertido en potreros, cultivos y zonas suburbanas, particularmente en Turbo. Los rodales que existían en la desembocadura de pequeños ríos en Acandí, Capurganá y Sapzurro fueron sustituidos por palmas de coco o infraestructura hotelera, y actualmente solo quedan unos pocos árboles aislados. Además, varias familias asentadas en Turbo y Necoclí continúan aprovechando de manera ilícita los bosques remanentes para obtener carbón.
Los manglares en mejor estado de conservación y con mayor desarrollo estructural del Caribe colombiano son los del antiguo delta del río Sinú, alrededor de la bahía de Cispatá. Pese a las pérdidas considerables causadas por la erosión y el aprovechamiento forestal desde hace más de medio siglo, el buen manejo que recientemente le han dado las comunidades a esa actividad ha permitido la constante renovación del arbolado.
Por su parte, los manglares de la zona más seca de la península de La Guajira, aunque tienen poca presión antrópica, las condiciones ambientales en épocas de sequía extrema suelen provocar mortandad masiva en los bosques enanos que bordean los sistemas lagunares.
En las islas oceánicas de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, por su localización en el occidente del mar Caribe, los manglares son vulnerables al impacto de las marejadas y a los fuertes vientos que se producen al paso de tormentas y huracanes. El huracán Iota, el más intenso de la temporada de 2020, a su paso por Providencia y Santa Catalina causó la defoliación de todo el arbolado, lo que probablemente se traducirá en una mortandad masiva. Se espera, sin embargo, que la regeneración natural, asistida con acciones de restauración, permita su recuperación en el mediano plazo. En San Andrés, los manglares que bordean las bahías Hooker y Honda se vieron considerablemente afectados en el pasado por vertimientos de hidrocarburos, aguas servidas y residuos sólidos, pero desde el comienzo del presente siglo, cuando fue trasladada la planta de generación de energía eléctrica y se iniciaron labores de rehabilitación, muestran signos claros de recuperación.
Situación de las coberturas vegetales en el complejo laguno-estuarino de la Ciénaga Grande de Santa Marta en 1995, luego de la mortandad masiva de manglares como consecuencia de la construcción de infraestructura vial. (Modificado de Cadavid et al., 2011).

Muchos manglares remanentes en las zonas periurbanas se han convertido en muladares y vertederos de basura.
Situación en el Pacífico colombiano

La expansión y el desarrollo desordenado de Buenaventura y Tumaco han estimulado la tala de bosques costeros en sus áreas aledañas.
El mayor impacto sobre los manglares de la costa del Pacífico colombiano fue causado en las décadas de 1960 y 1970 por la tala de mangle rojo para la extracción del tanino de su corteza, con la consecuente devastación de amplias extensiones. La cobertura arbórea de la mayoría de esas áreas se observa actualmente recuperada, aunque en muchos sectores la estructura horizontal del bosque y la disminución de algunas especies denotan afectación por extracción selectiva. Así, por ejemplo, entre el 75 y el 80 % de las 32.000 hectáreas de manglares de la costa vallecaucana muestra signos de fuerte intervención a pesar de las vedas y otras medidas impuestas por la autoridad ambiental. No obstante, un análisis comparativo de imágenes satelitales de alta resolución mostró que la superficie ocupada por estos bosques en la costa del Pacífico se mantuvo relativamente estable desde 2002 hasta 2017, y que, a pesar de las pérdidas localizadas, están entre los mejor conservados del continente.
Las áreas convertidas en granjas para camaronicultura entre las décadas de 1970 y 1990, especialmente en la costa del departamento de Nariño, fueron gradualmente abandonadas debido a la llegada de enfermedades del camarón y a coyunturas del mercado. En su lugar se establecieron cultivos de palma de aceite en la primera década del presente siglo, pero esta actividad también fracasó por la expansión de una devastadora plaga causante de la enfermedad denominada pudrición del cogollo. Hoy, en algunas de estas zonas, los mangles parecen estar recolonizando el espacio.
En Buenaventura y Tumaco, el desarrollo desordenado ha propiciado la tala de manglares para la construcción de viviendas, en su mayoría precarias. A ello se suman la contaminación de las aguas por vertimientos domésticos y portuarios y los derrames accidentales de hidrocarburos, la acumulación de basuras y la extracción ilegal de mangle rojo para suplir la necesidad de leña de los habitantes.
Desde el punto de vista de la erosión costera, aunque en menor medida e impacto que en la costa del Caribe, la pérdida localizada de terrenos de manglar, tanto en sectores del delta del río San Juan como en las proximidades del límite con Ecuador, es evidente; en este último caso agravada por el fenómeno geológico de subsidencia o hundimiento de la costa.
En cuanto a los guandales, a pesar de que más de 25.000 personas han derivado durante muchos años buena parte de su sustento de la explotación de la madera de estos bosques, los ingenieros forestales opinan que la baja tecnificación de la actividad extractiva ha permitido que estos humedales boscosos mantengan aún su integridad ecológica, a lo cual contribuye, además, su extraordinaria capacidad de regeneración natural.