Los bosques transicionales entre la tierra y el mar brindan servicios de vital importancia para los pobladores



Los manglares han sido estudiados ampliamente en los aspectos botánico, faunístico y ecológico desde hace ya décadas, pero solo al inicio de los años 90 se comenzó a prestar mayor atención a las interacciones de los seres humanos con estos bosques. Sin embargo, los estudios se limitaron a describir y a documentar los usos dados por las comunidades costeras, y solo en años recientes las han analizado como agentes de perturbación y transformación del ecosistema, para lo cual han aplicado métodos ecológicos, económicos, etnográficos, históricos y geoespaciales, a fin de valorar cuantitativamente las relaciones causa-efecto entre los pobladores y los bosques, desde las perspectivas geográfica, cultural y político-económica.
Desde mediados del siglo XX han sido taladas y degradadas grandes extensiones de manglares a escala global, y en la actualidad siguen siendo explotados como una fuente importante de alimento y de madera que además brinda una serie de servicios ambientales de vital importancia para los pobladores de las costas tropicales. Pese a los significativos esfuerzos realizados en varios países en los últimos 20 años y a los múltiples beneficios que generan, estos bosques siguen sin recibir reconocimiento y atención suficientes por parte de quienes formulan las políticas gubernamentales y tienen la capacidad de tomar las decisiones correctas para lograr su conservación y recuperación.
Los usos de los bosques marino-costeros
Además de los beneficios directos e indirectos derivados de los servicios ecosistémicos de soporte —producción primaria y de oxígeno, estabilización de la línea costera—, regulación —polinización y reciclaje de nutrientes— y culturales —vivir experiencias estéticas, recreativas y espirituales—, los manglares proporcionan una gran variedad de productos denominados servicios de provisión, que son extraídos y utilizados por millones de personas en todo el mundo.
Muchas comunidades que viven a lo largo de las costas tropicales, en áreas relativamente aisladas y en condiciones de pobreza crónica, derivan gran parte de su sustento de la recolección de recursos marinos y costeros. Una cantidad significativa de quienes habitan en áreas adyacentes a los manglares obtiene sus ingresos principales de la pesca, la recolección de mariscos y otras actividades relacionadas con estas labores. La extracción de leña, madera y plantas en estos bosques no es una ocupación permanente, pero muchos individuos dependen de tales productos para solventar sus necesidades de combustible y materiales de construcción. Por otra parte, los manglares constituyen una fuente de ingresos suplementaria, gracias a la obtención y venta de sus productos —especialmente mariscos, leña y madera— en los mercados locales o a través de intermediarios que los llevan a otros lugares. Tal es el caso del molusco bivalvo Anadara tuberculosa, conocido como chuqueca en Panamá, concha negra en Costa Rica y otros países de Centroamérica y piangua en Colombia, donde una parte importante de su producción artesanal en los manglares del Pacífico colombiano se destina a abastecer el mercado ecuatoriano.
La mayoría de las especies de mangle, entre ellas las del género Rhizophora, son de una madera pesada y dura, cuya combustión es muy lenta y duradera, y su rendimiento calórico es excepcional, por lo que es muy utilizada en los fogones o transformada en carbón vegetal. La tala de mangles para este propósito es una práctica muy extendida en las costas tropicales, y en algunos países este carbón ha sido históricamente un combustible comercial empleado en panadería y en los hornos de cocción de ladrillo. Sin embargo, estas prácticas han disminuido considerablemente en las últimas décadas debido a la disponibilidad de combustibles alternativos y a las políticas orientadas a desalentar la tala. No obstante, muchas comunidades de áreas remotas siguen dependiendo de la leña de mangle tanto para uso doméstico como para la venta del carbón que se obtiene de esta, un negocio que aún es rentable en regiones poco desarrolladas.
Las excelentes cualidades de resistencia a las plagas y a la putrefacción hacen de la madera de mangle un elemento estructural muy utilizado en la construcción de viviendas. Sin embargo, el crecimiento corto y retorcido de los troncos de la mayoría de las especies restringe su uso, por lo que la extracción de madera para este propósito se limita al autoconsumo o a la venta en los mercados locales de piezas para la elaboración de vigas, cercas, techos y trampas para pescar. Por su parte, la corteza se emplea para obtener taninos y tintes para curtir cueros, en la producción de fibra para elaborar papel, como forraje para animales y como base de varias medicinas tradicionales y sustancias tóxicas.
La madera de algunos mangles se utiliza en la construcción de embarcaciones, muebles, pilotes de muelles, postes, instrumentos musicales, andamios de construcción, vigas de ferrocarril y como soporte en los socavones de las minas. En el Pacífico colombiano, el mangle nato es uno de los de mayor demanda para la fabricación de embarcaciones, y en manglares del Pacífico occidental y el Índico, las frondas de la palma nipa, Nypa fruticans, son muy apreciadas para techar viviendas y elaborar esteras.
La apicultura en manglares ha experimentado un gran desarrollo en algunos países asiáticos, particularmente en el estado de Bengala Occidental, India, donde se encuentran los bosques más extensos del mundo: los Sundarbans. También en Latinoamérica, incluida Colombia, esta práctica se ha constituido en una alternativa de producción suplementaria para algunas comunidades costeras.
Los usos tradicionales dados por diversas culturas de las regiones tropicales del mundo a los manglares indican que, por su metabolismo adaptado a las condiciones particulares en que han evolucionado, estas plantas poseen un gran potencial para usos medicinales. En efecto, se conoce que sustancias extraídas de algunas especies sirven para tratar el dolor de muelas y el de garganta, el estreñimiento, las infecciones fúngicas, sangrados, fiebre, cálculos renales, reumatismo, disentería y malaria, entre otros. Algunos mangles contienen sustancias tóxicas cuyas propiedades antifúngicas, antibacterianas y pesticidas tienen aplicaciones farmacéuticas, como ocurre con la resina de la corteza del mangle negro, que es usada por los aborígenes del oriente de África y el norte de Australia para tratar las mordeduras de serpiente y para extraer la placenta después del parto; y en Madagascar, con la decocción de sus hojas, preparan un antídoto para contrarrestar la intoxicación por consumo de pescado descompuesto. En algunas islas del Pacífico occidental, la ceniza de los mangles negro y rojo se usa como sustituto del jabón, y las hojas tiernas, frutos, semillas y plántulas de Avicennia marina se comercializan y consumen como verduras después de tratarlas para eliminar las sustancias tóxicas que contienen.
El ecoturismo en los manglares, a pesar de no estar ampliamente difundido, es una práctica que día a día va ganando popularidad como alternativa de recreación no destructiva en las zonas costeras. El atractivo para los turistas radica principalmente en la posibilidad de observar la fauna que los habita, especialmente aves, manatíes y reptiles como los cocodrilos.

Paila con carne de caracol copey, Melongena melongena, marisco extraído y comercializado por las comunidades vecinas a la bahía de Cispatá.
El manglar, territorio ancestral

Gran parte de quienes habitan en poblados adyacentes a los manglares deriva su sustento de la pesca y la recolección de mariscos. Ciénaga Grande de Santa Marta.
A lo largo de la historia los manglares han cumplido una función decisiva en el desarrollo de varias culturas asentadas en las costas tropicales del mundo. Su elevada productividad posiblemente contribuyó a afianzar, durante el período arcaico —hace aproximadamente entre 10.000 y 6.000 años—, la transición de los pueblos nómadas de cazadores-recolectores hacia el sedentarismo.
Los primeros asentamientos agrícolas en Centro y Suramérica se ubicaron en zonas de transición entre el mar, la tierra y los ríos. En el Pacífico de Ecuador, Colombia y Panamá, la fertilidad y diversidad de las planicies costeras adyacentes a los manglares hicieron de estas el medio ideal para que las comunidades de cazadores-recolectores comenzaran a cultivar yuca, maíz y otras plantas comestibles, a medida que iban ocupando el territorio con asentamientos permanentes.
La cultura Valdivia, en la costa ecuatoriana, que data del período Formativo temprano —2.000 a. C. hasta el siglo II de nuestra era—, dejó evidencia de la captura de peces y mariscos provenientes de manglares y zonas intermareales, así como de la caza de aves zancudas y palmípedas asociadas con estos bosques. Sus sucesores, de la cultura Tumaco-La Tolita —500 a. C. hasta 500 d. C.—, del norte de Ecuador y sur de Colombia, se asentaron en las inmediaciones de los manglares y aprovecharon muchos de sus recursos, entre ellos la piangua. También en la zona central de Panamá, los mariscos y el pescado fresco constituían la base de la dieta de las sociedades precolombinas.
Dichos pueblos supieron sacar provecho de la rica y abundante ictiofauna de los alrededores de los manglares del Pacífico oriental, donde diversas especies marinas y de aguas salobres eran capturadas en los esteros, canales y bocanas, con trampas de marea, arpones hechos con varas de bambú y, quizás, líneas con anzuelos. Así lo demuestran los estudios arqueológicos en las tierras bajas del centro de Panamá —cultura Coclé—, donde la abundancia de restos óseos de bagres, róbalos, corvinas y guabinas, entre otros, da testimonio de la importancia del pescado en la dieta de estos pueblos y sugiere una estrategia de pesca centrada en recursos de la zona intermareal y la desembocadura de los ríos.
«El mangle tiene una madera que sirve especialmente para la construcción de los bohíos… La fruta es una vaina larga, como canutos de cañafístola, y los indios la comen cuando no encuentran otro manjar. La corteza de los mangles es buena para curtir los cueros de las vacas». De este y otros fragmentos de las crónicas de Gonzalo Fernández de Oviedo, del año 1635, se infiere que, a la llegada de los conquistadores españoles, algunas sociedades indígenas de las costas americanas usaban la madera y otros recursos de esos bosques que, según el mismo cronista, «se crían en lugares húmedos, cerca de ciénagas o en la costa, al lado del mar, y en las orillas de los ríos». En las primeras etapas del periodo colonial, los españoles intensificaron la explotación de la madera de mangle para utilizarla especialmente en la construcción de embarcaciones, gracias a su extraordinaria dureza y resistencia al agua, pero también para curtir el cuero y fabricar carbón vegetal. La madera de mangle pasó entonces a formar parte de los tributos que los indígenas debían pagar al Rey.
Debido a la ausencia de bosques maderables en el paisaje desértico de la costa peruana, los materiales para la construcción de viviendas e iglesias de Lima inicialmente procedían de la madera proporcionada por los manglares que rodean el golfo de Guayaquil, la cual también abastecía su astillero. Luego se aprovecharon los de la provincia de Esmeraldas, en Ecuador, pero durante la primera mitad del siglo XVII debieron importarse anualmente alrededor de 6.000 postes de mangle desde las costas colombianas. La demanda llegó a ser de tal magnitud, que la Corona española se vio obligada a expedir normas, como licencias para la tala de ciertas especies o concesiones en áreas determinadas, para regular su explotación. Buenaventura y Guayaquil se constituyeron en importantes centros de acopio y procesamiento de maderas silvestres, situación que se mantiene desde entonces, hasta nuestros días.
A mediados del siglo XX la explotación y comercialización de madera de mangle —destinada a la producción de taninos, carbón activado y tableros aglomerados— alcanzó niveles industriales, principalmente en el Pacífico oriental tropical. A ello se sumó la erradicación de grandes extensiones de bosques, entre las décadas de 1950 y 1990, en las costas del Pacífico de México, Ecuador, Panamá, Costa Rica, Nicaragua y, en menor proporción, Colombia, para la instalación de granjas de acuicultura de camarones y la construcción de vías, puertos y complejos turísticos. En las costas caribeñas de Colombia, Venezuela y Honduras, hacia 1965 se dio un proceso similar con los mismos propósitos; fue así como estos países perdieron entre el 39 y el 68 % de su cobertura de manglares en el transcurso de menos de cuatro décadas.
Hasta hace unas pocas décadas, la explotación de los manglares a gran escala se llevó a cabo ignorando la importancia de los servicios de soporte, regulación y cultura de este ecosistema, y desconociendo los intereses de los usuarios primigenios de sus recursos. Fue solo a partir de la década de 1990 cuando estos bosques comenzaron a ser considerados y manejados como ecosistemas y fueron reconocidos, cada vez más, como bosques altamente productivos, que conforman medios de sustento y espacios vitales de la cultura y las tradiciones de los pueblos costeros. Para estas comunidades son una parte fundamental de su territorio, y por lo tanto las asiste el derecho de decidir sobre su manejo, protección y uso.
Uso de los manglares en el Caribe colombiano
Antes de la llegada de los españoles la costa del Caribe colombiano fue ocupada por diversas culturas aborígenes. Con pocas excepciones, tales como la etnia wayúu, de origen arawak, que se asentó en la península de La Guajira, algunas aldeas costeras y los tayrona, que lo hicieron al pie de la Sierra Nevada de Santa Marta, en las bahías de Gaira, Taganga, Nenguange y Cinto, la mayoría de los pueblos de la región se ubicaron en la vasta planicie inundable conformada por los cauces de los ríos Magdalena, Cauca y San Jorge —depresión Momposina y La Mojana—, rica en agua dulce, fauna acuática y terrestre y suelos fértiles. Al parecer, como lo sugieren las evidencias arqueológicas, los recursos marino-costeros, incluidos los manglares, solo se utilizaban en algunas épocas del año. Luego, durante la colonia, es probable que se explotaran los manglares aledaños a Cartagena y a otros asentamientos españoles con el fin de extraer algunos mariscos y madera, que era convertida en carbón vegetal. Tras la Independencia, y una vez abolida la esclavitud, los descendientes de los esclavos ocuparon los territorios costeros y con el tiempo aprendieron a navegar y a subsistir de los recursos del mar.
Actualmente, los wayúu son la única etnia aborigen que hace uso regular de los recursos del manglar: recolectan jaibas, Callinectes spp., ostras, Crassostrea rhizophorae, y caracoles, Melongena melongena, que viven entre las raíces sumergidas del mangle rojo. Para satisfacer sus necesidades de leña, cosechan los troncos y ramas secas de los mangles muertos en pie, que casi siempre se encuentran en la franja posterior de los manglares enanos que bordean las lagunas costeras y las bahías. En el resto del Caribe colombiano, son las comunidades negras y campesinas las que practican estas actividades de subsistencia.
Aunque la demanda de madera de mangle ha venido reduciéndose notoriamente desde comienzos del siglo XXI, en algunas zonas persiste su extracción, a veces de manera furtiva en áreas protegidas, para satisfacer la demanda local de carbón vegetal y para emplearla en construcción. Por lo general, los corteros, leñadores y carboneros, que actúan individualmente, venden por encargo astillas de leña y varas, postes y pilotes para fabricar enramadas, muebles, embarcaciones y artes de pesca, pero casi siempre están relacionados con cadenas que los comercializan en los centros de acopio de ciudades como Ciénaga, Barranquilla, Cartagena, Montería, Sincelejo, San Antero y Turbo.
Aun así, hay iniciativas de trabajo comunitario en torno a la explotación de la madera de mangle, que se lleva a cabo sin deteriorar el ecosistema mediante un manejo rotativo anual de parcelas, dando al bosque la oportunidad de autorregenerarse entre una fase de explotación y la siguiente. Ejemplo de ello es la comunidad de Caño Lobo, un caserío del municipio de San Antero, departamento de Córdoba, que explota los manglares de la Bahía de Cispatá y deriva su sustento económico de la venta, por demanda, de vigas, postes y varas de mangle.

Los manglares han desempeñado un papel fundamental en el desarrollo de diversas culturas alrededor del mundo. Buenavista, pueblo palafítico en la Ciénaga Grande de Santa Marta.
Uso de los manglares y guandales en el Pacífico colombiano

La piangua, Anadara similis y A. tuberculosa, es un recurso tradicional y emblemático de la costa del Pacífico colombiano.
Los primeros pueblos que se asentaron en la costa colombiana del Pacífico provenían de Centroamérica y pertenecían a la etnia cueva, de cuya lengua se conservan varios topónimos como Darién y Ayanansi. Estos grupos fueron absorbidos luego por los tule, erróneamente llamados kuna, de la familia lingüística chibcha, quienes también dejaron su legado en varios topónimos a lo largo de la costa norte del Chocó, entre ellos Telembí, Nuquí y Arusí. Los tule, a su vez, fueron desplazados por grupos provenientes de la Amazonia entre los siglos xi y xiii, algunos de los cuales incursionaron por los valles de los ríos San Juan, Baudó y Atrato y se expandieron hacia el norte, en territorio panameño. A su llegada a estas tierras, los españoles denominaron a esta amalgama de pueblos «indios chocoes», cuyos descendientes son los actuales emberas, katíos, chamís, epera-sapidaras y waunanas.
El arribo de esclavos negros a la costa del Pacífico se produjo, posiblemente, al final del siglo XVIII, cuando grupos de cimarrones que huían de las minas del Atrato, alto Baudó y San Juan se asentaron en el litoral. Luego de la abolición de la esclavitud, en 1851, estos afrodescendientes expandieron su territorio e instalaron sus caseríos a lo largo de los ríos, en las playas y en zonas adyacentes a los manglares, donde la oferta de recursos alimenticios y de tierras con potencial agrícola era mayor. Entonces, los indígenas optaron por retirarse hacia las cabeceras de los ríos y sus tributarios. El poblamiento de la zona costera por parte de familias afrodescendientes ha ocurrido en oleadas que provienen, en su mayoría, de Buenaventura, Tumaco, valle del Atrato y Panamá; en cambio, la llegada de blancos y mestizos, que ha sido más gradual y menos dispersa, se inició prácticamente en la década de 1950 y concentró su asentamiento en los principales centros urbanos, como Tumaco, Buenaventura y Bahía Solano.
Algunas de las comunidades indígenas que habitan el litoral del Pacífico desde tiempos prehispánicos mantienen todavía el dominio territorial de sus resguardos, localizados en zonas de transición entre los manglares y los bosques inundables, o en la selva de tierra firme. Aunque no tienen un vínculo regular con los manglares, a veces las mujeres se desplazan a ellos para recolectar jaiba, cangrejo tasquero, cangrejo azul, ostiones, piangua y piaquil. Además mantienen relaciones con las comunidades negras, que se traducen en intercambio de productos y de conocimientos en torno a las técnicas de utilización de los recursos.
Los afrodescendientes han ido moldeando una cultura cuyas raíces se remontan a remembranzas de sus ancestros, con unas costumbres relacionadas con el entorno natural. En el caso de los manglares, estas comunidades han aprovechado la madera, usualmente sin más herramientas que el hacha y el machete. La recolección de piangua, piaquil y cangrejos ha sido una actividad tradicional practicada por mujeres —piangüeras—, a veces en compañía de niños. Estos productos complementan la dieta habitual de las familias, basada en el pescado y los productos que obtienen de sus pequeñas fincas, como arroz, plátano, banano, coco, chontaduro, yuca, papachina, maíz, caña, yuca y frutas.
A lo largo de toda la costa del Pacífico, extensas áreas son propiedad comunitaria de congregaciones negras e indígenas, y la explotación tradicional de los diversos tipos de bosques en esos territorios, incluidos los guandales, está encaminada a la obtención de productos forestales, tanto maderables como no maderables, y a la cacería de subsistencia. Según estudios etnobotánicos, las comunidades tradicionales usan al menos 120 especies vegetales de los bosques pantanosos, con fines alimenticios, medicinales, ornamentales, tóxicos, colorantes y mágico-religiosos, y para la elaboración de herramientas, artesanías, mobiliario y canoas; también las utilizan como combustible y para obtener exudados y látex. Entre las palmas se destacan el naidí, que forma palmares homogéneos o naidizales, de donde se extrae el palmito; la tagua, Phytelephas macrocarpa, que produce el llamado marfil vegetal; y la pangana, Raphia taedigera, especie dominante en los panganales, cuyas fibras se usan para hacer esteras y techos.
Sin embargo, desde hace medio siglo, el uso más extendido de los guandales es el forestal para extracción y venta de maderas finas, especialmente sajo, chanul, sande y cuángare u otobo. Estas y otras especies comienzan a mostrar signos preocupantes de sobreexplotación, lo que podría poner en riesgo la subsistencia de las comunidades que dependen de ellas. En las costas de Ecuador, por ejemplo, este tipo de bosques ya fue prácticamente erradicado debido precisamente a la explotación excesiva.