
La cultura anfibia


El concepto de cultura anfibia, que surgió en el período colonial, alude al modo de vida de las poblaciones que aprovechan los recursos tanto del agua como de la tierra, y aunque viven en gran medida de la pesca, también se abastecen de los cultivos de pancoger de sus huertas y del ganado que levantan en sus parcelas.
El concepto de cultura anfibia fue acuñado por el sociólogo Orlando Fals Borda en su libro Historia doble de la Costa 1: Mompox y Loba (1979) para referirse al modo de vida de los pobladores de la depresión Momposina que utilizan los recursos tanto del agua como de la tierra y ajustan sus actividades a las fluctuaciones en el nivel de las aguas; con este concepto el autor explica la incidencia de la estructura ecológica tanto en la organización social como en la vida económica, la percepción del entorno y el universo simbólico de los pobladores ribereños, y al mismo tiempo resalta el papel de la cultura en el uso del territorio y en la transformación del paisaje.
La cultura anfibia se manifiesta en la alta dependencia que ellos tienen de los recursos que ofrece el entorno, el cual les permite, según las temporadas, desarrollar sus labores en agricultura, caza o pesca, esta última especialmente abundante durante los meses de subienda. Se deben destacar tres aspectos: el aprovechamiento de los playones comunales durante el verano, para alimentar el ganado o para cultivar; el intercambio de alimentos entre los habitantes de tierras bajas y altas, y el patrón de asentamiento a lo largo de las riberas, lo que facilita la movilidad de sus habitantes a través de ciénagas, caños y ríos. Todo esto ha generado un alto sentido de independencia y un gran compañerismo entre parientes y vecinos que se expresa en la solidaridad y ayuda mutua. La cultura anfibia consiste, igualmente, en un cuerpo de conocimientos, habilidades, destrezas y creencias relacionadas con los ríos, barrancos, playones y selvas pluviales, y en una rica tradición oral y musical inspirada en el paisaje.
Esta cultura es el resultado del sincretismo entre tres actores: (i) los malibúes, que eran orfebres, pescadores, navegantes, cazadores y agricultores, (ii) los africanos esclavizados que fueron llevados a haciendas ganaderas, estancias agrícolas y zonas mineras, y que cuando huyeron se asentaron en libertad en sus palenques del canal del Dique, Plato, Tenerife, Santa Ana, el brazo de Loba, las ciénagas de Simití y el bajo Cauca, y (iii) los blancos pobres que vinieron de España y se convirtieron en colonos dedicados a la agricultura en las riberas del Magdalena. En el siglo xviii los poblados de zambos, mulatos y mestizos vivían en franca independencia de las autoridades civiles, religiosas y militares, y se autoabastecían con sus cultivos de pancoger, la pesca y algunas cabezas de ganado; la Corona, en su esfuerzo por controlar esas poblaciones de «arrochelados», fundó o refundó pueblos a lo largo del río Magdalena —por donde circulaban viajeros y mercancías que entraban y salían de los Andes hasta el Caribe—, o a lo largo de los caminos por donde se trasportaba el ganado de las grandes haciendas.
Los viajeros letrados de la época colonial consideraban que los habitantes de la depresión Momposina eran perezosos, irracionales e indolentes, y que la naturaleza que los rodeaba era peligrosa, insalubre y monótona. Su discurso, que justificaba las campañas militares contra los rebeldes chimilas que vivían en las sabanas de la margen derecha del río Magdalena con el propósito de educarlos y evangelizarlos, permitió que se tumbaran los bosques o arcabucos para crear caminos, levantar haciendas y fundar pueblos. En 1861, el médico y botánico francés Charles Saffray, en su Viaje a Nueva Granada, decía que las tierras donde vive el boga del Magdalena son malsanas, calientes y húmedas; que en su choza sus únicos utensilios son una olla de barro, un hacha y un machete; que sus hijos tienen el vientre tan abultado que no pueden caminar hasta los tres años; que son perezosos; que viven de los bananos que crecen alrededor de su casa, del maíz que recogen sin haberlo labrado ni abonado, de los peces que capturan con sus anzuelos y de los huevos de tortuga y de caimán que recogen en la playa y que, aunque no necesitan del dinero para vivir, se emplean como bogas para tener con qué pagar los vicios y placeres en los pueblos y las ciudades.
Sin embargo, en el siglo xix se levantaron voces que exaltaron el conocimiento local de las especies naturales, la belleza del paisaje y las tradiciones orales de la región; una de ellas fue la del científico alemán Alexander von Humboldt, quien en 1801 recorrió el Magdalena en compañía del médico y botánico francés Aimé Bonpland. En su diario de viaje adoptó la actitud del ilustrado que describe minuciosamente la diversidad, abundancia y utilidad de la flora americana, y valoró los testimonios de los nativos al momento de estudiar las plantas y de preparar los mapas, porque, según él, ellos eran los mejores conocedores de su geografía. Su relato refleja la emoción estética que le produjeron la naturaleza y la fuerza de los bogas que impulsaban las embarcaciones con sus pértigas.
La literatura también rescató la figura del ribereño. En Cantos populares de mi tierra (1877), el poeta momposino Candelario Obeso presentó una colección de poemas acerca de los bogas del Magdalena. En ella reivindica el apego a la libertad del hombre que vive en el monte lejos de las autoridades, rodeado de sus hijos, su mujer y sus perros, y al que no le faltan la comida, el tabaco ni el vino de sus palmas.
Esta vida solitaria
Que aquí llevo,
Con mi hembra y con mis hijos
Y mis perros,
No la cambio por la vida
De los pueblos…
No me falta ni tabaco,
Ni alimento;
De mis palmas es el vino
Más que bueno,
Y el guarapo de mis cañas
¡Estupendo…!
Aquí nadie me aturrúga;
El Prefecto
Y la tropa comisaria
Viven lejos;
De mosquitos y culebras
Nada temo;
Para los tigres está mi troja
Cuando duermo…
Los animales tienen todos
Su remedio;
Si no hay contra conocida
Es para el Gobierno;
Conque así yo no cambio
Lo que tengo
Por las cosas que otros tienen
En los pueblos…
Canto del montaraz, Candelario Obeso
Por su parte el poeta cartagenero Manuel María Madiedo, contemporáneo de Obeso, exaltó la naturaleza del Magdalena y presentó al pescador ribereño como un hombre que vive en libertad.
El pescador que en tus orillas vive.
Bajo su choza de nudosas cañas.
Que a nadie manda, ni obedece a nadie.
De sí mismo el vasallo y el monarca,
¿No es más dichoso que el abyecto esclavo
Que entre perfumes sus cadenas carga?
¡Yo te saludo en medio de la noche.
Cuando en un cielo plácido y sin mancha
Miro la Juna en tus remansos bellos
Su faz rotunda de bruñido nácar!
¡Yo te saludo, nuncio del Océano!
Todo eres vida, libertad y calma;
Y el hombre libre que sus redes seca
En tu sublime margen solitaria.
Como en Edén nuestros primeros
padres, Sólo de Dios adora la palabra.
Fragmento de Al Magdalena, Manuel María Madiedo
El concepto de cultura anfibia tiene una connotación positiva puesto que valora la cultura popular, estimula el orgullo de las identidades regionales, defiende su forma de relacionarse con la naturaleza, destaca el conocimiento local acerca de los ciclos ecológicos como base de la sostenibilidad de los modos de vida y hace un merecido reconocimiento al modo de ser y de habitar de los pueblos ribereños.
El hombre-caimán y el hombre-hicotea son metáforas que Fals Borda utiliza para explicar cómo el poblador de la depresión Momposina se enfrenta a la expansión del capitalismo para no perder el acceso a las sabanas comunales, los ríos, caños y ciénagas que permiten su reproducción social. En su libro Historia doble de la Costa 3: Resistencia en el San Jorge (1984) entrevista a un hombre de Jegua que le ofrece una poderosa imagen de las hicoteas como símbolo del aguante y de la resistencia, y le cuenta que estas tortugas inflan su vejiga en el agua y se entierran bajo los playones durante los cuatro o cinco meses del verano, sin comer absolutamente nada, escondidas de los gavilanes y las babillas, hasta que llegan las lluvias y salen, flacas y huesudas pero contentas, a aparearse y a poner sus huevos. La hicotea representa el rebusque; la diversidad y riqueza de recursos; la eficiencia ecológica de las estrategias de adaptación al entorno natural; la resistencia campesina; la autonomía histórica de las comunidades ribereñas; la identidad regional, y un modo de vida que ancla sus raíces en la sociedad de los zenúes, que se adaptó perfectamente a los flujos cambiantes del agua.
El poblamiento y la navegación fluvial
En la mayoría de los municipios predomina la población rural, concentrada en corregimientos, caseríos y centros poblados situados a la orilla de los ríos y caños. Muchos de esos asentamientos eran antiguos poblados malibúes, como Mompox, Tamalameque, Santa Coa, Talaigua, Loba y Jegua, en tanto que otros fueron fundados durante la época colonial en sitios estratégicos para el comercio y el transporte de pasajeros y mercancías. Diversos poblados se formaron más tarde, en la segunda mitad del siglo xx, cuando muchos campesinos sin tierra se desplazaron hacia el Complejo Cenagoso de Ayapel, al sur de la depresión, atraídos por las noticias acerca de la abundancia de peces en el río San Jorge y de la calidad de sus tierras; fue así como, poco a poco, los ranchos temporales de pescadores provenientes de Mompox, Magangué, San Benito Abad y San Marcos se convirtieron en florecientes poblaciones gracias a la pesca del bocachico y el bagre, a la explotación del cedro y al cultivo del arroz y la caña panelera, productos que llevaban por el río San Jorge hasta Magangué. En la ciénaga de Chilloa, cerca de El Banco, muchos colonos levantaron sus casas en tierras baldías para vivir de la pesca artesanal, la siembra de maíz, yuca, plátano y fríjol, y la cría de animales domésticos.
Los caseríos ribereños actuales tienen apenas unas cuantas calles porque se levantaron sobre estrechos diques naturales que separan el curso de agua principal de aquella de las ciénagas que se extienden detrás; las casas están hechas con paredes de caña flecha, caña amarga o latas de puya recubiertas de bahareque —una mezcla de barro y boñiga—, piso de tierra pulida y techo de palma de corozo o de zinc, y poseen varios dormitorios, una cocina al aire libre y un patio a cielo abierto cercado con varas. Como en las zonas rurales los servicios de acueducto y alcantarillado suelen ser escasos, muchas viviendas tienen aljibes y pozos sépticos. En las tardes, la gente se sienta a la entrada de sus casas, a la sombra de un árbol o de una enramada, y allí saludan a quienes pasan y conversan con sus vecinos. A la orilla del río se ven mesas de juego de hombres que, aficionados a las cartas o al dominó, se reúnen después de sus jornadas de trabajo. Muchas veces las chozas dispersas en las riberas de los caños son asentamientos temporales de grupos de 10 o 12 pescadores que ocupan el mismo lugar cada temporada de subienda para ayudarse en el manejo del chinchorro.
Antiguamente pasaban por Mompox las canoas típicas de los indígenas, las grandes piraguas, los champanes y los vapores, pero la ciudad se fue aislando y perdiendo su importancia comercial y política cuando, a mediados del siglo xix, el caudal del río Magdalena se volcó al brazo de Loba, y ante la pérdida de profundidad las embarcaciones que llegaban a El Banco preferían dirigirse por el nuevo curso hasta Magangué, ciudad que se convirtió en el principal centro comercial de la depresión Momposina. Paradójicamente, este aislamiento permitió que el centro histórico de Santa Cruz de Mompox se conservara como una joya arquitectónica colonial y que en 1995 fuera inscrito como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
Hoy las silenciosas canoas impulsadas por canaletes se siguen utilizando en toda la región, ya sea en trayectos cortos o para pescar con atarraya. En el transporte de pasajeros y de carga se usan los johnsons, que son canoas de madera con motores fuera de borda, y las chalupas, embarcaciones de fibra de vidrio dotadas de potentes motores. Las motocicletas se han convertido en un medio de transporte esencial que ha reemplazado en parte al burro y a la bicicleta, pero solo se usan en verano cuando las vías son transitables. Los planchones han sido imprescindibles para el transporte de los vehículos y del ganado.

Aunque las grandes piraguas, los champanes y los barcos de vapor dejaron de pasar frente a Mompox desde mediados del siglo xix, el transporte fluvial sigue siendo esencial tanto para la movilidad de los pobladores como para el abastecimiento de productos que no se encuentran en la región.

El pescado es la principal fuente de proteína en la dieta de los campesinos; en el bajo Magdalena los meses de mayor abundancia son octubre, noviembre y diciembre.
La economía campesina
Para sobrevivir, las familias campesinas desarrollan distintas actividades de manera simultánea o sucesiva: agricultura, pesca, cría de animales domésticos, caza, comercio o elaboración de artesanías. La gente suele decir que si hay buena pesca y «bastimento» la familia está bien, pero si por alguna adversidad no tienen comida, seguramente algún vecino del pueblo les dará yuca y pescado.
Durante el verano los campesinos se dedican a cultivar especies de ciclo corto en sus propias fincas, en los playones comunales o en tierras que arriendan a cambio de parte de la cosecha. En algunas haciendas que necesitan tumbar rastrojos o bosques secundarios para sembrar pastos se hacen arreglos con los campesinos para entregarles un pedazo de tierra que podrán cultivar con la condición de devolverla al año siguiente sembrada con pastos.
En La Mojana se cultiva arroz, maíz, ahuyama, patilla, ñame, bore, cacao, fríjol, yuca, cebollín, plátano, ají, caña panelera y batata, entre otros productos. En los patios de las casas suele haber mangos, guayabos, cocos, chirimoyas, anones, aguacates y mandarinos; por allí merodean cerdos, pavos, gallinas y patos que son propiedad de las mujeres. A diferencia de las fincas de los grandes propietarios, que tienen cultivos tecnificados, en las parcelas los campesinos trabajan manualmente; el maíz, por ejemplo, todavía se siembra con el mismo palo o espeque que utilizaban los malibúes, ayudados con otros instrumentos más modernos como sable, rula, machete, pala y guadaña.
Los meses de sequía varían entre la isla de Mompox —donde hay un régimen bimodal de precipitaciones— y La Mojana —donde hay un régimen unimodal—, pero en ambas subregiones los terrenos se preparan para alcanzar a sembrar y cosechar antes del desborde de las crecientes, que generalmente se da en mayo-junio y en octubre-noviembre. En los corregimientos de Mompox, muchas familias cultivan los playones desde diciembre hasta mediados de mayo, y en junio se dedican a otras actividades como la pesca o el cuidado del ganado en fincas ajenas. En las orillas del caño Carate, en San Marcos, siembran la patilla en diciembre o enero para recoger la cosecha 75 u 80 días después; plantan la yuca en abril y el arroz en mayo. En toda la región del San Jorge el arroz es muy importante, y aunque hay grandes cultivos tecnificados, muchas familias campesinas lo siguen haciendo manualmente.
En Ayapel pican el terreno en febrero, lo queman en marzo, siembran la yuca en abril y el arroz en mayo para cosecharlo en septiembre o en octubre. Los corregimientos de tierras bajas, como Santa Cecilia y Bocas de Seheve, intercambian pescado por suero, plátano, arroz, yuca y otros productos agrícolas con la gente de Sincelejito, un asentamiento más alto y con mejor disponibilidad de tierras cultivables.
Los campesinos ribereños del departamento de Magdalena conocen bien los sitios apropiados para cada tipo de cultivo; en los playones y tierras bajas o «de barro» siembran desde enero, apenas pasa la creciente, porque según ellos la tierra todavía está fresca y naturalmente abonada, lo cual hace que el maíz, la yuca y pequeños cultivos de patilla, fríjol, batata y guineo, entre otros, crezcan con más rapidez. Para el buen desarrollo de los cultivos en tierra firme, donde la mayor amenaza es la sequía, solo siembran cuando comienza a llover, que es alrededor de marzo.
La pesca es una actividad que genera empleo y contribuye sustancialmente a la seguridad alimentaria. Aunque se practica todo el año, la mayor producción se presenta cuando hay subienda. En Ayapel la pesca de subsistencia se da entre mayo y noviembre y la comercial entre diciembre y abril; en los pueblos del bajo Magdalena los meses más abundantes son octubre, noviembre y diciembre.
Las canoas tradicionales se fabrican con maderas finas como cedro, ceiba amarilla o ceiba tolúa y la pesca se hace con atarrayas y anzuelos, y también con catangas (pequeñas mochilas de red) y flechas de caña brava o chuzos de vara de lata, a los que se les colocan clavos en la punta. Generalmente salen dos hombres por canoa, uno la impulsa y el otro lanza la atarraya; algunas veces salen 10 o 15 canoas con las que forman un círculo y van lanzando las atarrayas una tras otra. En verano entierran a la orilla de los caños una vara de 1,5 m de largo, a la que amarran un nylon provisto de un anzuelo con carnada de sardinas y viejitos; cuando quieren bagres grandes ponen hasta 200 anzuelos sobre una línea larga. Aunque las nasas —o canastos metálicos que se dejan con vísceras de pescado en lo profundo de la ciénaga para atraer a los peces— también forman parte del repertorio de artes de pesca regionales, en ocasiones los pescadores simplemente golpean las plantas acuáticas con un palo para que los peces se vean obligados a salir hacia una red con la que los arrastran hasta la orilla. Aunque el chinchorro y el trasmallo se conocen desde hace muchos años, en las últimas décadas se han convertido en un problema grave para el mantenimiento de las poblaciones de peces, especialmente de los migratorios.
La pesca es una actividad de hombres adultos, pero a veces salen con la mujer —que va «patroneando» la canoa con una vara— o con uno de sus hijos pequeños, que ayuda a achicar el agua. Algunas veces sale todo el grupo familiar para pescar con catanga, anzuelo, chuzo o arco y flecha, y las mujeres son las que arreglan y preparan el pescado que se consume en la casa. El pescador vive el presente, y como la pesca es una actividad azarosa, hoy puede tener mucho y gastarlo todo, y mañana no tener nada; nombres de embarcaciones como «Dios me vea» dan cuenta de ese reconocimiento de la fatalidad del destino.
El bocachico, al que llaman «el pescado», es el que abarca casi todas las capturas, aunque también son importantes el bagre rayado, el barbudo, el capaz, el blanquillo, la dorada, y últimamente la mojarra lora. La subienda cambia por completo la dinámica de las comunidades; es entonces cuando los billares, las casetas y las galleras se llenan de gente y las familias asisten a las corralejas, las carreras de caballos y los fandangos asociados con las celebraciones religiosas.
La caza es una actividad que complementa la alimentación y los ingresos familiares. Se realiza para el consumo doméstico, aunque también para la venta de carne de monte, el uso de sustancias medicinales derivadas de los animales —rabo de armadillo para el dolor de oído o manteca de babilla para el asma— y la cría de animales silvestres como si fueran mascotas: ardillas, ñeques, ponches, mocos, monos, martas, guacamayas, guacharacas, conejos, patos, mochuelos, canarios, pisingos y muchas aves se encuentran en las casas y son consideradas como un lujo para el hogar.
La captura de tortugas hicoteas o galápagos es una actividad muy importante en toda la región; algunos se dedican todo el año a «galapaguear», mientras la mayoría lo hace en época de cuaresma —que coincide con el período seco—, que es cuando los miembros del grupo familiar salen en la noche o temprano en la mañana acompañados por sus perros cazadores y armados con varas provistas de chuzos en las puntas. Van bordeando las orillas de las ciénagas y golpeando el fondo con el chuzo hasta que resuena al chocar con un caparazón, entonces meten la tortuga viva en un costal para llevarla a la casa y preparar el «pebre», que es un apreciado cocido. En algunos lugares guardan el caparazón para llevárselo a los artesanos, quienes hacen con él hebillas o botones. La inventiva popular ha hecho de la hicotea el personaje central de cuentos en los que otros animales como la iguana se aprovechan de ella y viajan sobre su caparazón sin que ella se dé cuenta.
Todos los lugareños conocen algo de la cría de bovinos, porque ellos mismos los tienen en sus fincas o porque han trabajado en las haciendas como vaqueros. Los que habitan las tierras no inundables tienen algunas cabezas de ganado en compañía con familiares y amigos, y a falta de recursos para comprar terrenos o para transportar sus animales hasta los playones, dividen la parcela en dos lotes, uno destinado a los cultivos y otro a pastos para el ganado, y los rotan después de cada cosecha, lo que les asegura a las plantas un terreno fértil gracias al abono que proporciona el ganado.
Las grandes haciendas sí practican la trashumancia del ganado. En verano, de las sabanas de Corozal se lleva a fincas o playones donde crecen pastos naturales como el gramalote. Los campesinos logran así conseguir algunos jornales pastoreando las reses, sacándolas de los pantanos cuando quedan atolladas y encerrándolas en los corrales de mangle que se improvisan en los playones, donde pueden permanecer hasta seis meses. Por lo general se trata de cebúes, que han sido los recomendados para propietarios medianos y grandes.
Las familias campesinas desarrollan otras estrategias de subsistencia; muchas viajan a las ciudades donde las mujeres se emplean en oficios domésticos y los hombres trabajan como albañiles, vigilantes u obreros, para enviar dinero a los demás miembros de la familia que permanecen en el campo. Otras actividades que complementan los ingresos familiares son la fabricación de ladrillos, la producción de carbón, el corte de madera o la fabricación de bollos de maíz, mazamorras, dulces, galletas y panes, que se distribuyen puerta a puerta.
Conocimientos, creencias y tradición oral
Los campesinos de la depresión Momposina viven en contacto permanente con una naturaleza que siempre es diferente debido a los constantes cambios en el clima y en el nivel de las aguas. La fauna silvestre les ha servido para resaltar muchos de los defectos, virtudes y comportamientos de los seres humanos; por eso emplean expresiones como «está más atorado que una garza» para comparar la actitud de las personas que no tienen moderación al comer, con la dificultad de la garza para engullir el pescado que acaba de atrapar; y al ver la capacidad de estas aves al voltear el cuello para detectar a su presa, crearon la expresión «poner ojo de garza» para alertar a los amigos que necesitan ubicar a sus deudores para cobrarles.
El golero, un ave de la familia de los buitres, ha inspirado coplas que aluden a sus hábitos carroñeros; los dichos «más desconfiado que golero», o «golero no come alpiste», se refieren a su comportamiento de mirar muy bien los alrededores de las presas muertas para comprobar que no haya peligro antes de lanzarse sobre ellas. Esta ave es el personaje central de una danza tradicional de los poblados de San Sebastián y San Fernando, cerca de Mompox, en la que seis hombres disfrazados de goleros sobrevuelan alrededor de un burro muerto mientras un cazador y su perro los espantan; cada uno tiene un papel en la representación, y mientras danzan recitan unas coplas alusivas a la situación, que el cazador responde inmediatamente.
Otra danza inspirada en los animales es la de los coyongos, en la que los danzantes representan a un cazador, a varias aves acuáticas y a los peces que ellas persiguen. Entre las aves se destacan las garzas morenas, los patos cucharos, los gallitos de agua y los coyongos, que al correr agitan sus alas para localizar a los peces mientras recitan distintos versos hasta que el disparo del cazador los ahuyenta. Esta coreografía, que año tras año es organizada por las mismas familias durante los carnavales de las riberas del brazo de Mompox, incluye tambor y a veces violina o flauta de millo, instrumentos que acompañan coplas o versos de piquerías con contenido de protesta social que expresan la jerarquía de los participantes, pues los más antiguos y los más nuevos tienen papeles diferentes.
Los campesinos pueden identificar casi 100 aves diferentes y dar detalles de su aspecto físico, canto, hábitat, alimentación y patrones de cortejo y reproducción; es así como los pájaros del monte se han convertido en una fuente de inspiración que aparece en cuentos, refranes, coplas, trabalenguas y juegos infantiles. Una de las más reconocidas es la del gavilán, que suele emplearse metafóricamente para referirse al hombre que acecha y agrede a las mujeres como lo hace esta ave rapaz con las palomas y las pollitas. No faltan las de mal augurio como el morrocoyero, el bujío, el carrao, la gardifia, la lechuza y el currucutú, ya sea porque anuncian la muerte, una creciente del río, el embarazo o la próxima llegada de la menstruación, o porque debilitan las manos de quien los toca. Se dice que otras aves tienen seta, es decir, son mágicas; en esta categoría está el pájaro macuá, con cuyo nido se perfuma un pañuelo para enamorar a la mujer deseada.
Entre los reptiles, el caimán es el más importante en el imaginario popular, aunque sus poblaciones están muy reducidas. En el Caribe colombiano es visto como un seductor que trata de conducir a los seres humanos al mundo subacuático con consecuencias catastróficas. Para los zenúes de San Andrés de Sotavento, en Córdoba, un caimán de oro sostiene su territorio, y si alguien se atreviera a sacarlo, el mundo se hundiría en medio de un gran diluvio. En la tradición oral de la depresión Momposina existe una leyenda según la cual si un hombre encuentra un caimán y este se lo traga, luego de encomendarse a San Martín de Loba y ofrecerle un caimancito de oro, el reptil lo bota.
Es muy conocida la leyenda del hombre de Plato, que le pidió a un indio una pócima para transformarse en caimán, de modo que las mujeres que se bañaban en el río no pudieran advertir su presencia; el plan dependía de la ayuda de un amigo que debía regar nuevamente el líquido sobre su cuerpo para recuperar su condición humana, pero el amigo se asustó y salió corriendo, por lo que el hombre quedó mitad humano y mitad caimán. Dicen que lo veían en el puerto cuando la mamá se acercaba a llevarle comida.
Alrededor de la figura del caimán existe todo un lenguaje cifrado. Cuando en Mompox se escucha decir que «llegó el caimán», quiere decir que llegó el amante de una mujer; cuando afirman que una persona está «como caimán en boca de caño», es porque está acechando para hacerle el mal a alguien; la expresión «caimán no come caimán» se refiere al encuentro de dos personas igualmente marrulleras.
El morrocoy es un reptil que los campesinos crían con frecuencia en sus casas para sacrificarlo, motivados por sus supuestos poderes afrodisíacos. Un hombre que abandona a sus hijos es como el morrocoy que los deja regados después de poner la nidada; las personas egoístas tienen sangre de morrocoy porque este se come hasta sus propios hijos; es común usar la expresión «aguanta más sed que un morrocoy», porque gracias a su metabolismo esta tortuga resiste largos períodos de sequía, y su lento andar inspira situaciones cómicas que aparecen en los cuentos que se transmiten oralmente de generación en generación. Además consideran de buena suerte tener un morrocoy robado, uno comprado y otro regalado.

Aves rapaces como este juvenil de águila caracolera (Rosthramus sociabilis) han inspirado en el cancionero popular la figura que acecha y agrede a las mujeres.

De España llegaron muchas coplas que persistieron en América en las zafras para animar el trabajo de los esclavos en las estancias agrícolas, lo mismo que en los cantos de vaquería que todavía entonan los ganaderos de las haciendas momposinas.
Música y versos
La música ha acompañado las labores cotidianas y la vida festiva de los ribereños. Hasta hace poco tiempo el traslado del ganado entre tierras altas y bajas se hacía con un vaquero que iba adelante entonando versos que respondían los que venían detrás, sin perder el ritmo de la marcha. Esos versos son los mismos cantos de laboreo que se cantaban en las zafras para animar el trabajo de los esclavos en las estancias agrícolas; se trata de coplas originarias de España que se difundieron por América y que en el Caribe colombiano se enriquecieron con el aporte de los afrodescendientes, tanto en sus contenidos como en los ritmos e instrumentos que las acompañaban. En los cantos de vaquería aún son comunes los gritos y falsetes como el recogido en Mompox por investigadores de la Universidad de Antioquia:
Eh, eh, eh, eh, eh
Cuando yo tenía ganaoooo
Me llamaban don conejoooo
Ahora que no tengo naaaa
Me llaman el cagalejo.
Aunque las estructuras o moldes hispanos de las coplas se conservan, también se utilizan palabras locales, nombres propios de gente conocida, la toponimia regional y los animales de los zapales y las ciénagas:
Si la guacharaca supiera
La fuerza que manda un plomo
Ni comiera ni bebiera
Porque guacharaca es lo que yo como.
Esos versos, que son espontáneos en las fiestas y ceremonias donde los compositores son estimulados con ron, tambores, bailes y el batir de las palmas de los asistentes, viajaron por el río con las oleadas de migrantes que llegaron a Barranquilla, y fue así como su carnaval recogió muchas de las danzas y las coplas del bajo río Magdalena. Hoy siguen haciendo presencia allí grupos de danza de los pueblos del río que presentan juegos coreográficos acompañados de versos y bailes de tambora, que interpretan este ritmo además de la guacherna, el pajarito o berroche y el chandé. Estos bailes responsoriales —en los que hay un diálogo entre un solista y el coro— son los mismos que se llevaban a cabo en muchos caseríos ribereños entre el 25 de noviembre y el 6 de enero y se repetían en velorios a los santos, en fiestas patronales y en festivales folclóricos.
Don Anselmo Martínez, un cantador de chandé de Cicuco, es el autor de los versos recogidos durante la investigación de la Universidad de Antioquia en la isla de Mompox y el complejo cenagoso de Pijiño:
De los pájaros del monte
Yo quisiera ser canario
Para hablar contigo
Abajo del campanario.
De los pájaros del monte
Yo quisiera ser paujil
Para conversar contigo
Donde me parezca a mí.
De los pájaros del monte
Yo quisiera ser el toche
Para conversar contigo
En las horas de la noche.
Los octosílabos son típicos del pajarito, que es el baile cantado más difundido en el bajo Magdalena. La gente forma una ronda, canta y bate las palmas mientras en el centro una pareja imita el cortejo de las aves con brincos y movimientos de los brazos como si fueran alas. Aunque el repertorio es variado, los cantos más frecuentes son los que hacen mención a los pájaros de monte, que aparecen en los estribillos.
La cultura anfibia, con sus estrategias económicas, sus valores y su mundo festivo y espiritual, genera bienestar y abundancia, y aprovecha los recursos que ofrecen las planicies aluviales sin acabar con los suelos, los bosques ni los animales; sin embargo este modo de vida cada vez es más frágil.