
Vestigios de camellones en la ciénaga de Morrocoy, al noroccidente de Mabobo.
Los zenúes: orfebres, alfareros e ingenieros


Figura de una vasija
Maracayo, Montería, 24 cm x 30 cm.
Representación humana femenina adosada a una vasija globular. Colección Museo Universitario, Universidad de Antioquia.
Aunque se conoce poco acerca de los primeros cazadores y recolectores que vivieron en el noroccidente de Suramérica, sí se tiene alguna certeza sobre las ocupaciones más antiguas en los Montes de María (conocidos también como Serranía de San Jacinto) hace entre 6000 y 5300 años, y cerca del canal del Dique, en Monsú —5300 a 3230 años atrás—, Puerto Hormiga —5040 a 4500 años— y Puerto Cacho —5000 años—. A pesar de que estos pobladores aprovecharon las plantas y las incluyeron en su dieta, no practicaron la agricultura; su alimentación dependía principalmente de la recolección de moluscos, de la pesca y la caza.
Hace unos 2000 años, la explotación de los recursos que ofrecían las planicies del Caribe y la domesticación de algunas especies vegetales permitieron que diversas aldeas alrededor de las ciénagas aledañas a los ríos Sinú, San Jorge, Cauca y Magdalena vivieran del cultivo de la yuca y del maíz, además de la pesca, la caza y la recolección de moluscos de agua dulce.
En el siglo xvi los españoles hallaron en esta región sociedades cuya lengua, cultura y formas de organización social, política y económica eran diferentes entre sí: los cuevas y los urabás en el golfo de Urabá; los malibúes y chimilas en el curso bajo del río Grande de la Magdalena; los tayronas en la Sierra Nevada de Santa Marta, y los guajiros en el litoral, al norte. Al sur de Cartagena vivían numerosos indígenas que los peninsulares llamaban con el nombre de sus caciques, y los zenú o cenú vivían en los Montes de María y en las sabanas.
La primera noticia que se tiene de esta última civilización se remonta a la expedición emprendida en 1534 por Pedro de Heredia acompañado de 200 hombres, quien buscaba sus legendarias riquezas y en la travesía se encontró con el floreciente pueblo Finzenú, un centro ceremonial dirigido por un cacique y su mujer, en cuya plaza central se levantaba un templo en donde se reunían a celebrar sus rituales, y unas 20 casas pajizas, cada una rodeada de tres o cuatro construcciones de menor tamaño donde tenían sus graneros y demás pertenencias, y allí vivía la gente de servicio.
Dice fray Pedro Simón que esas casas se mantenían limpias y bien barridas con escobas de cañas largas, y que todos dormían en hamacas. Los indígenas depositaban en el templo figuras de oro, sostenidas por 24 grandísimas esculturas labradas en madera y cubiertas de hojas de oro fino; estas se emplazaban formando parejas de hombres y mujeres que sostenían sobre los hombros una vara de la que se colgaba una hamaca, la cual recibía las ofrendas en oro martillado o fundido.
De los árboles aledaños al santuario pendían hileras de campanas de oro de distintos tamaños. Bajo estos árboles estaban sepultados los indios e indias más importantes de esta y otras tierras; los hombres con sus macanas, arcos y flechas, y las mujeres con sus piedras de moler, múcuras, cazuelas y otras pertenencias. A todos les ponían vasijas de chicha, bollos y otros alimentos, y los personajes principales eran sepultados con sus mujeres más queridas y sus criados. El grosor de los árboles indicaba la antigüedad de los sepulcros, ya que siempre se plantaban después de cubrir la fosa, y había otras sepulturas que se veían como farallones. Los españoles descubrieron pronto que el oro siempre se ubicaba al lado del corazón del difunto y que los muertos se enterraban mirando al nacimiento del Sol, lo cual les facilitó el saqueo sin necesidad de excavar todo el montículo.
Estos indígenas habían sido gobernados por tres caciques, correspondientes a tres señoríos: Finzenú, Panzenú y Zenufana; el cacique de este último era hermano de la cacica del Finzenú, que era muy reverenciada. El gobernante había ordenado que los señores del Panzenú y del Zenufana se enterraran al lado de su hermana, con todo su oro, y que si no querían ser enterrados allí deberían tener una sepultura a la que enviarían la mitad de su oro, lo que explica por qué en ese lugar había tesoros tan ricos.
El franciscano Pedro Simón sitúa el Finzenú a 30 leguas de Cartagena, el Panzenú en la cuenca que vierte sus aguas al río Cauca, y el Zenufana en lo que después serían las tierras de la ciudad de Zaragoza (Antioquia) y la provincia de Guamocó (Bolívar). El cronista cuenta que entre las tres regiones se daba un importante intercambio comercial de oro proveniente del Zenufana, y de sal, hamacas y chinchorros de hilos de algodón originarios del Finzenú.
Para describir el pillaje de las tumbas del Zenú, el sacerdote español Juan de Castellanos, que vivía en Cartagena en 1550, recogió testimonios de primera mano, según los cuales había piezas de muy diversas figuras animales: acuáticos, terrestres, aves y hasta «los más menudos y de baja casta»; también había dardos con cercos forrados en oro, tambores, cascabeles, flautas y vasijas variadas, además de «moscas, arañas y otras sabandijas».
En su afán por encontrar la fuente del oro, en 1535 Alonso de Heredia hizo un viaje con 400 soldados hasta un río que llamaron San Jorge, en donde tenía su señorío el gran cacique Yapel, quien los enfrentó infructuosamente con guerreros emplumados y armados de flechas, hondas, dardos y macanas. El asiento de Yapel era uno de los más importantes de los zenúes, construido en un alto sobre el que había plazas, casas y calles bien trazadas y limpias, rodeadas de huertas de diferentes frutales como aguacates, guamos y caimitos, además de grandes labranzas de yuca, batata y ají. El pueblo estaba rodeado de campiñas espaciosas, rasas y sanas, en donde abundaban los pescados y se podían cazar venados, conejos, curíes, tórtolas y perdicillas.
Los conquistadores saquearon fácilmente el oro que encontraron, y el de otros pueblos cercanos, tributarios y obedientes a Yapel, pues toda la gente había huido, pero no excavaron otras sepulturas que hallaron, pues querían encontrar la fuente del oro. Eso los llevó hasta el río Cauca, de donde Heredia retornó con sus hombres diezmados y enfermos al pueblo del Finzenú, y de allí siguió a Tolú en busca de alimento.
En 1540, cuando el saqueo de las tumbas decreció y el flujo de oro hacia Cartagena mermó, comenzó una nueva fase de la colonización a través de un régimen de encomiendas que les ordenaba a los nativos pagar tributos en especie a favor de quienes habían tenido méritos en la conquista y a sus descendientes. Los abusos de los encomenderos, la creación de haciendas, el contagio de enfermedades y el mestizaje provocaron una catástrofe demográfica. Sin embargo, en el territorio que hoy pertenece al municipio de San Andrés de Sotavento, en el departamento de Córdoba, persistió un núcleo importante de indígenas: los de San Andrés, Chenú y Pinchorroy, tres antiguas encomiendas que habían sido reducidas a un solo pueblo y que en 1773 recibieron su reconocimiento como resguardo. Allí se concentra todavía la mayor parte de los descendientes de los zenúes, y aunque ya no conservan su lengua, sí mantienen vivos diversos aspectos de su cultura, como el tejido del sombrero vueltiao (convertido en un símbolo nacional) —en el que se reproducen diseños geométricos que representan plantas, animales y fenómenos naturales— y la elaboración de objetos cuya decoración es similar a la de la cerámica arqueológica de Montelíbano (Córdoba).
Estos zenúes siguen levantando sepulturas con túmulos y árboles que siembran sobre la cabeza del difunto, cuyo cuerpo se dispone siguiendo el curso del Sol. En el rito se reparte ron a los voluntarios que van a cavar la tumba y a «pisar» al muerto con tres grandes pilones de madera: dos «machos» que persiguen al pisón «hembra» hasta que los golpes de los tres pisones se fusionan al ritmo del porro, en una clara alusión a un encuentro sexual que acompaña el paso a una nueva vida en el más allá. Aunque actualmente no fabrican objetos de oro, sí hacen ofrendas en figuritas metálicas a lo que ellos llaman sus santos.
Durante las últimas décadas otros grupos zenúes del bajo Cauca y de las sabanas del Sinú y del San Jorge han demandado el reconocimiento de su identidad cultural, de sus territorios y de sus autoridades propias.
Los zenúes, orfebres y alfareros
El territorio ocupado por los zenúes en el momento de la conquista era más reducido que el que ellos mismos tuvieron hasta el siglo xiii d. C. La dispersión de su orfebrería da cuenta de su gran influencia en las llanuras del Caribe, pues se la encuentra en los ríos Sinú y San Jorge, en la zona intermedia entre ambos ríos, en el bajo Cauca, en el río Nechí, e incluso en el bajo Magdalena y en la Serranía de San Jacinto. Esta área de dispersión coincide, en términos generales, con la descripción de su antiguo territorio, hecha por los indígenas del siglo xvi.
Un estudio adelantado por la antropóloga y arqueóloga Ana María Falchetti, del Museo del Oro, señala que los zenúes elaboraron especialmente cuatro tipos de piezas: (i) remates de bastón con adornos zoomorfos o antropomorfos con una base hueca para engastar el soporte de madera, (ii) orejeras de filigrana fundida, (iii) narigueras con un anillo en el centro para suspenderlas y dos largas extensiones laterales, y (iv) pectorales mamiformes hechos con láminas de oro.
Estas piezas dan testimonio de una gran sensibilidad estética, una maestría en la técnica de la filigrana fundida, una cosmovisión ligada a la fauna y un complejo sistema ceremonial. Los objetos son tantos y tan variados, que ha sido necesario agruparlos en conjuntos que, aunque comparten formas comunes, tienen diseños exclusivos y rasgos tecnológicos y estilísticos particulares: la orfebrería zenú temprana, el grupo de Planeta Rica, el grupo de Ayapel, el grupo San Jorge-Cauca y el grupo de la Serranía de San Jacinto.
Los zenúes también fueron extraordinarios alfareros; en los lugares donde se ha hallado cerámica se han identificado tres técnicas distintas: la granulosa incisa, la modelada pintada y la incisa alisada. La primera, fabricada por los antecesores de los zenúes desde el siglo ii a. C., se parece a las encontradas en Momil y Ciénaga de Oro, lo que hizo pensar en una temprana migración desde el Sinú. Se trata de cerámica de coloración rojiza y apariencia granulosa que se destinaba especialmente al uso doméstico —como ollas para cocinar, vasijas para transportar líquidos y alimentos, y copas para servirlos—, aunque también fabricaban volantes de huso y figuras antropomorfas de cuerpo hueco que ponían en las tumbas.
La segunda, la cerámica modelada y pintada, apareció en el siglo ii d. C. y se hizo muy popular alrededor del siglo ix, período en el cual la población alcanzó su mayor crecimiento demográfico. Desapareció entre los siglos x y xiii, cuando los zenúes abandonaron progresivamente la depresión Momposina y se instalaron en las sabanas del Sinú y del San Jorge, donde se encontraban los conquistadores españoles. Esta cerámica tenía distintas manifestaciones regionales como la del complejo Montelíbano, que se caracteriza por recargadas decoraciones modeladas, el uso de pintura bicroma y formas exclusivas como sellos, rodillos y copas con decoraciones zoomorfas, además de la elaboración de otras piezas usadas en ajuares funerarios como canastas con tapa, figuras antropomorfas, copas con tapa cuidadosamente decoradas, alcarrazas y vasijas en miniatura. La del complejo Carate-Pajaral —situado en el antiguo curso del río San Jorge, en Ayapel, y en el área de influencia del caño Rabón— está compuesta por cerámica de color crema con decoraciones modeladas que incluyen ollas globulares sencillas que se exponían al fuego, vasijas grandes de boca amplia y base anular que servían para almacenar alimentos y copas para servirlos. También elaboraron canastas con asas, volantes de huso y figuritas antropomorfas. La del complejo Rabón —encontrado en los caños Rabón y Los Ángeles— se distingue por sus recipientes livianos con superficies crema y naranja, las decoraciones con líneas de pintura roja y a veces impresas, incisas y modeladas, y el predominio de ollas globulares, vasijas hondas de boca amplia y copas pandas sostenidas por bases con ventanas. Y la del complejo Negritos —hallada cerca de los caños Viloria y Pajaral— llama la atención por la profusa decoración de las copas y por tener formas exclusivas como los cuencos aquillados.
La tercera técnica, la cerámica incisa alisada, perteneció a los grupos malibúes del bajo Magdalena que llegaron a partir de los siglos xiii y xiv d. C. para asentarse sobre diques naturales, sin construir plataformas ni canales de desagüe. Esta cerámica, de gran dispersión en el norte de Colombia, se encontró en el caño San Matías y se caracteriza por piezas de superficie pulida y generalmente rojizas como ollas globulares para cocinar, copas de pedestal, copas de base baja y majadores, y morteros cilíndricos para triturar alimentos y semillas. También tiene vasijas funerarias de cuello corto y boca estrecha.
La existencia de distintas tradiciones cerámicas no significa que cada una de ellas corresponda a un grupo étnico que haya desplazado a los otros, pues a veces coexisten en un mismo territorio. Aunque hasta hace algún tiempo se creía que los malibúes habían llegado varios siglos después de que los zenúes abandonaron la depresión, hoy existen evidencias del contacto entre zenúes y malibúes y de la continuidad en la ocupación de los lugares de cultivo.

Sello
El Anclar, Montelíbano, 5,4 cm x 6,2 cm.
Presenta apéndice de sostenimiento globular y representación zoomorfa en el sello.
Colección Museo Universitario, Universidad de Antioquia.

Aunque en otros sitios de Colombia y de Suramérica se han hallado campos elevados, generalmente sobre terrenos de baja pendiente y susceptibles de encharcamiento por exceso de lluvias, aumento en el nivel freático o desbordamiento de los ríos, los encontrados en la depresión Momposina son los más extensos y los que presentan mayor complejidad. Ciénaga Florida al oriente del caño La Pita.
Ingeniería hidráulica de los zenúes
La población que produjo estas espléndidas piezas de orfebrería y cerámica fue la misma que construyó el sistema de manejo del agua más extenso y complejo que se conoce en Suramérica. Las modificaciones del paisaje que ellos hicieron en la depresión Momposina incluyen plataformas de vivienda, montículos funerarios, reservorios de agua y canales y camellones que se extienden de sur a norte, desde el Complejo Cenagoso de Ayapel hasta las desembocaduras del San Jorge y el Cauca sobre el río Magdalena.
Estos camellones consistían en una secuencia de lomas y depresiones que le daban al paisaje la apariencia de un continuo de surcos de gran tamaño. En época seca, desde el aire se pueden observar con claridad los que están por encima del nivel natural de la superficie, gracias a la adición intencional de material, por lo que este tipo de estructuras se conoce como «campos elevados». Unas veces están junto a los ríos y caños, y otras un poco más lejos; algunos están construidos sobre las planicies inundables y otros sobre las terrazas que bordean los cursos de agua.
En la mayoría de los países suramericanos se han encontrado campos elevados, tanto en las tierras bajas como en la zona andina, generalmente en terrenos de poca pendiente, con un drenaje deficiente y sometidos a la alternancia de períodos extremadamente secos con otros muy húmedos, cuando el suelo es susceptible a encharcamientos por exceso de lluvias, aumento del nivel freático o desbordamiento de los ríos. En Bolivia, los hay en los Llanos de Moxos, al sur de la cuenca amazónica y en los alrededores del lago Titicaca; en Ecuador se han registrado en el delta del río Guayas, en la provincia amazónica del Pastaza y al norte de Quito hasta la frontera con Colombia, sobre la cordillera de los Andes; en Venezuela se encuentran en la llanura del Orinoco; y en las Guayanas (Guyana, Surinam y Guayana Francesa), en el litoral costero. Aunque algunas de esas obras se remontan a hace más de 2000 años, los estudios arqueológicos indican que la construcción y el uso de esta tecnología tuvieron su auge entre los siglos iii y ix d. C.
En Colombia se han detectado campos elevados sobre el curso medio y bajo del río Sinú; en el golfo de Urabá, desde Necoclí hasta Riosucio y en la llanura de inundación del río León; en la región de Calima del departamento del Valle del Cauca; y en la sabana bañada por el río Bogotá y sus afluentes, donde los muiscas usaron los canales y camellones hasta el momento de la conquista. Sin embargo, los campos de la depresión Momposina son los más extensos, pues se despliegan por más de 600 000 ha, especialmente en el cono formado por los ríos San Jorge y Cauca, es decir en la zona más baja e inundable.
Estas obras que implicaron la remoción de toneladas de tierra para abrir las zanjas y depositar los sedimentos en el terreno adyacente fueron descubiertas en 1966 en el bajo río San Jorge por el profesor de geografía James Parsons, de la Universidad de California en Berkeley, y desde entonces los arqueólogos —especialmente los del Museo del Oro del Banco de la República, los del Instituto Colombiano de Antropología e Historia y los de la Universidad de Antioquia— han estudiado su diseño, formas, dimensiones, tecnología y requerimientos de mano de obra para construirlas y mantenerlas, así como su distribución, funciones, relación con otros elementos del ambiente, las motivaciones que llevaron a los antiguos pobladores a adecuar estas tierras inundables, su productividad agrícola, las densidades de población, la organización política y económica que implicaban y las razones de su abandono varios siglos antes de la llegada de los europeos.
Para entender la magnitud e importancia del desarrollo de estas obras de ingeniería hidráulica se ha recurrido a diferentes técnicas de investigación que incluyen: estudios paleoambientales; análisis de correlación entre las geoformas; tipos de suelos; niveles de inundación y ubicación de los campos elevados; modelaciones hidrológicas tridimensionales; interpretación de fotografías aéreas y de imágenes satelitales; levantamientos topológicos; limpieza de perfiles y pozos de sondeo en los camellones; excavaciones en plataformas de vivienda, basureros y sitios de enterramiento; análisis micro-morfológico de suelos; examen de muestras de polen y fitolitos; estudios cerámicos, líticos y óseos; datación de materia orgánica con 14C y con luminiscencia ópticamente estimulada (osl); estudio de documentos de la época de la conquista, y experimentos de construcción de canales y cultivo en camellones para evaluar su funcionamiento. La comparación de estos sistemas hidráulicos con otros similares de Colombia y Suramérica ha sido igualmente necesaria para enriquecer y poner a prueba los resultados obtenidos.
Funciones de los canales y camellones
Con base en los estudios se concluyó que desde antes del siglo ix a. C. los habitantes de la depresión Momposina modificaron el paisaje con canales y camellones, y que con el tiempo los constructores del sistema hidráulico desarrollaron plataformas artificiales para vivir cerca de los canales, protegidos de las inundaciones. Esas viviendas se disponían siguiendo el curso de los ríos y caños, y otras veces agrupadas en conjuntos, especialmente en los sitios donde confluían dos caños; allí había grupos de hasta 58 plataformas, lo que indica la existencia de aldeas. En algunos lugares las casas tenían una huerta trasera donde cultivaban, y en otros estaban rodeadas de camellones, pero en muchos casos no había ni lo uno ni lo otro, tal vez porque sus habitantes vivían de la pesca y la agricultura era una actividad complementaria que se llevaba a cabo en camellones más alejados. Los túmulos funerarios, que solían estar en los extremos de las plataformas de vivienda, alcanzaban los 4 m de altura y 40 m de diámetro. En los basureros, generalmente cercanos a las plataformas de vivienda, los arqueólogos encontraron restos de plantas, animales y utensilios, lo que ha permitido reconstruir la alimentación y la tecnología de la época.
La función del sistema de canales y camellones construidos por los zenúes no fue solo controlar las inundaciones periódicas, sino también adecuar las tierras para cultivo. Además de estas dos funciones principales, el sistema sirvió para abrir vías de transporte fluvial —a través de los canales— y terrestre —sobre las plataformas— que facilitaban la pesca y propiciaban la caza de aves acuáticas. También se utilizaban para retrasar el escurrimiento del agua y proteger las viviendas del desborde de los ríos o de los encharcamientos.
La longitud y profundidad de los canales variaba, y la distancia entre un canal y otro determinaba la extensión de los camellones que los separaban; estos rasgos, sumados a la ubicación y a la forma como se agrupaban, se relacionaban estrechamente con sus funciones: los construidos perpendicularmente a los caños permitían que durante las crecientes el exceso de agua fluyera hacia las ciénagas o se dispersara sobre grandes áreas de cultivo; cuando el agua iba hacia las ciénagas, estas aumentaban su carga de sedimentos, lo que contrarrestaba el efecto del hundimiento del terreno y facilitaba su conexión con los caños y ríos que estaban en zonas más altas. En verano, esos mismos canales artificiales evacuaban rápidamente el agua de las ciénagas con dirección a los caños, evitando así su sedimentación.
Los canales ajedrezados se destinaron especialmente a la agricultura, pues la intersección de un grupo de canales con otro impedía que las aguas se escaparan durante el verano, y así se mantenía la humedad que requerían las plantas sembradas en los camellones. Otros canales cortos construidos en los meandros también sirvieron para establecer sembradíos. A partir de un estudio de los suelos de estos campos elevados en Ayapel, la arqueóloga Ana María Aguirre plantea que la intención de sus constructores fue adecuar suelos inundables moderadamente fértiles, cuyo drenaje era pobre.
Hay evidencias que demuestran diferencias en los niveles de humedad de los camellones y los canales, puesto que en zonas inundables los camellones fueron menos susceptibles a la inundación y pudieron servir para establecer cultivos; incluso fue posible que estas tierras estuvieran enriquecidas, no solo con los sedimentos aluviales, sino también con la vegetación que crece en verano sobre los playones de los cursos de agua que se secan, o con plantas como el jacinto de agua, que se podían recoger en los canales y depositarse en los camellones.
Los canales y camellones se usaron a lo largo de 2000 años, durante los cuales el clima no fue uniforme: hubo épocas más secas, con predominio de vegetación herbácea y arbustiva propia de las sabanas, y épocas más húmedas que permitieron el incremento de la vegetación arbórea propia de bosques. La cantidad de la sedimentación también cambió, siendo mucho más alta en el siglo viii d. C. que en la actualidad. Un estudio que reconstruyó las condiciones climáticas durante los últimos 800 años en el caño Carate —que corresponde al antiguo curso del río San Jorge, en San Marcos (Sucre)— les permitió a Herrera y Berrío (1998) comprobar que durante ese tiempo los habitantes mantuvieron policultivos que replicaban en pequeña escala las características del bosque natural y que privilegiaban especies con diferentes tipos de raíces y coberturas para evitar la erosión de los camellones, como maíz, batata, ahuyama, yuca, ají, granadilla de olor, calabaza pipián y coca.
Este trabajo les permitió a los autores afirmar que el manejo que les dieron los zenúes y los malibúes al ecosistema incluyó la protección de los bosques nativos para controlar la inundación y la erosión y para dar sombrío a los cultivos y a las viviendas. El análisis de las muestras de polen indica que a partir de la colonización hispánica hubo un cambio dramático en el manejo del ecosistema, a causa de la tala de los bosques, su conversión en sabanas y el reemplazo de la agricultura por la ganadería.
En sitios arqueológicos excavados por Plazas et al. (1993) y por Rojas y Montejo (2006) se han reportado restos de muchas especies animales, lo que permite plantear que la agricultura, la caza y la pesca se complementaban para generar una nutrición balanceada. En dichos lugares se han hallado gasterópodos; peces como bagre, barbudo negro, nicuro, antena, coroncoro amarillo, bocachico, moncholo, mojarra y anguila; aves como garza morena, gallineta y garza blanca; mamíferos como armadillo, guatinaja, nutria, ponche, venado sabanero y venado, y reptiles como hicotea, morrocoy, babilla, caimán y camaleón.

Desde el siglo ix a. C. los indígenas modificaron el paisaje para controlar las inundaciones, adecuar terrenos de cultivo, proteger las viviendas, facilitar el transporte, la pesca y la cacería, y retrasar el escurrimiento del agua.
Camellones inundados al nororiente de San Marcos.

En la parte externa de los meandros se han encontrado canales en forma de abanico que ayudaban a evacuar el agua de las ciénagas hacia el río y que también servían para cultivar sobre las cimas en temporada seca, o para construir viviendas.
La organización de la sociedad zenú prehispánica
La existencia de este vasto sistema agrícola e hidráulico les hizo suponer a los primeros investigadores que hubo una sociedad estratificada en la cual la élite coordinaba la construcción y el mantenimiento de los campos elevados y controlaba los excedentes que resultaban de un sistema de agricultura intensiva con alta productividad por unidad de tierra, para distribuirlos a través de amplias redes comerciales. También se ha considerado que esas construcciones fueron la respuesta a cambios ambientales o demográficos, es decir que con ellas resolvían problemas de exceso de agua o de sequía, o que alimentaban a una población numerosa. Sin embargo, estos argumentos tienen escaso soporte en los hallazgos arqueológicos: no todos los camellones fueron cultivados; en algunos no se han encontrado restos de polen de especies domesticadas y tampoco se puede afirmar que todos los camellones que existían en un lugar se cultivaban simultáneamente para aumentar la producción. Es más probable que las familias utilizaran los camellones más cercanos a sus viviendas y no los que sus antepasados habían dejado en otros caños o ríos, que ya estaban despoblados y que poco a poco se iban deteriorando por la erosión y la falta de mantenimiento.
Para comprobar la hipótesis de que existió un poder político centralizado asociado con altas densidades de población y una gran diferenciación social, sería necesario encontrar centros administrativos, grandes pueblos y muchas variaciones en los patrones de consumo y en el ajuar de las viviendas, además de notorias diferencias en los ajuares funerarios. Sin embargo, las investigaciones arqueológicas no han dado cuenta de ese tipo de hallazgos. Aunque la orfebrería estaba muy desarrollada, eso no significa que hubiera un cacique o jefe al que la gente le rindiera tributo, o que la producción de excedentes sostuviera a una élite alejada de las tareas agrícolas. Tampoco hay grandes ciudades y la información sobre los túmulos funerarios todavía es muy escasa. Por esta razón, investigadores de las nuevas generaciones están planteando otros modelos de interpretación, según los cuales el esfuerzo para construir y mantener los canales y camellones pudo ser llevado a cabo por grupos familiares. Según Rojas y Montejo (2021), a falta de información más concluyente, las dos hipótesis son posibles.
La existencia del sistema hidráulico demuestra en todo caso que en la vasta planicie inundable de la depresión Momposina se puede establecer un sistema económico que combine la agricultura y la pesca; que es posible convivir con el régimen pulsátil de los ríos; que una mezcla de innovaciones tecnológicas y conservación de los bosques de galería permite un manejo eficiente de las crecientes; que el taponamiento de las corrientes de agua que se hace hoy para evitar pérdidas en los hatos ganaderos no es la única opción para controlar las corrientes, y que, por el contrario, desplaza el problema hacia las zonas vecinas donde la fuerza del agua irrumpe causando desastres.
En el contexto del cambio climático debemos buscar alternativas de mitigación y adaptación basadas en la naturaleza y en el diseño de sistemas productivos que aprovechen armoniosamente la oferta de recursos naturales como el agua, los sedimentos ricos en nutrientes que ella transporta y las especies de fauna y flora asociadas con las ciénagas, los caños y los ríos.