Orquideomanía

Phragmipedium longifolium en flor creciendo sobre rocas de un acantilado.
Desde tiempos ancestrales las orquídeas han cautivado a la humanidad con su belleza y sus formas extravagantes, hasta el punto de que muchas culturas las han relacionado con creencias espirituales, rituales sagrados y mitos sobrenaturales. Para conocer mejor a estas plantas, en todo el mundo se han emprendido arriesgadas expediciones con el propósito de descubrir especies sorprendentes, compilar valiosas colecciones y encontrar propiedades que han permitido elaborar perfumes y medicamentos tradicionales.
Alimento, medicina y simbolismo
Durante milenios las civilizaciones consideraron el arte de la curación como un don divino, y los remedios de la medicina tradicional eran transmitidos y practicados por mujeres sabias, chamanes o sacerdotes. Con la invención de la escritura se empezaron a plasmar escritos religiosos y mágicos en tablillas de arcilla o rollos de papiro, además de listas de hierbas útiles.
En el antiguo Egipto, Mesopotamia, China, India y Europa, algunas de las primeras obras literarias contenían herbarios que recopilaban la sabiduría médica de la época con detalladas descripciones e ilustraciones de diversas plantas, con las propiedades medicinales, culinarias, tóxicas, alucinógenas, aromáticas o mágicas de cada una, así como las leyendas asociadas con ellas.
Los chinos fueron los primeros en documentar el uso de las orquídeas como plantas medicinales. El Shén Néng Běn Co Jīng —libro escrito probablemente alrededor del año 2700 a. C. y atribuido al erudito emperador Shennong, padre de la medicina tradicional— incluye 365 medicamentos derivados de minerales, animales y plantas, entre ellas las orquídeas Bletilla striata (pai-chi), Gastrodia elata (chih-chien) y Dendrobium nobile (shih-hu), cuyos tallos se utilizan hoy para preparar infusiones para «nutrir el yin», tratar la fiebre y restaurar la energía vital. En la China imperial, las orquídeas simbolizaban la perfección moral, al punto que Confucio (siglo V a. C.) las llamó la «flor de la armonía»; allí, en 1247, Wang Kuei Hsueh escribió el primer tratado sobre orquídeas, en el que se describen 37 especies.
En India, el Suśruta Sahitā y el Cháraka Sahitā —los textos ayurvédicos más antiguos que se conocen, 300 a 400 d. C.— incluyen descripciones de 700 plantas medicinales y sus usos; entre ellas se mencionan varias orquídeas de los géneros Dendrobium, Eulophia, Habenaria, Orchis y Vanda.
La primera mención escrita acerca del uso de orquídeas en Mesopotamia proviene de dos tablillas de arcilla halladas en la antigua ciudad de Nínive, en la Biblioteca del rey Asurbanipal de Asiria (668-626 a. C.). En el Imperio otomano, los pseudobulbos de Orchis mascula se molían para hacer sahlab o sahleb, una harina que se usaba para tratar diarreas y enfermedades respiratorias, y también como reconstituyente. Este medicamento se mencionaba en El canon de medicina, escrito en el siglo xi por el filósofo y médico persa Ibn Sina (980-1037 d. C.), conocido en Occidente como Avicena.
Los griegos adquirieron parte de sus conocimientos medicinales a través de las traducciones de escritos egipcios y mesopotámicos. Hipócrates (460-377 a. C.), considerado como el padre de la medicina, empleó especies de Orchis en algunas de sus curas, y el filósofo Teofrasto (371-287 a. C.), en su Historia de las plantas, hizo referencia a las orquídeas mediterráneas y describió una con dos pequeños tubérculos ovoides, a los que llamó orkhis, término que se usaba para denominar los testículos de los mamíferos y que dio origen al nombre de la familia Orchidaceae, al del género Orchis y a la palabra orquídea.
En Japón, las orquídeas —especialmente Vanda falcata— son símbolos de coraje, nobleza y elegancia. Durante el Sengoku-jidai —o período de los reinos combatientes (1467-1615)— los samuráis las tallaban en sus armaduras como amuleto contra la muerte y las consideraban como un trofeo de guerra.
La rara Vanda sanderiana, conocida en Filipinas como waling-waling, es considerada como la «reina de las flores», y los indígenas Bagobo de la isla de Mindanao la veneran como un hada (diwata) que tiende puentes entre los humanos y los espíritus del bosque.

Las flores del género Phalaenopsis poseen alto valor simbólico en China y Japón, relacionado con el refinamiento, la pureza y el amor.

Las flores del género Cattleya son muy apreciadas por sus formas elegantes, colores vibrantes y fragancia embriagadora. En la foto, Cattleya trianae var. sangretoro.
La orquideomanía victoriana
En Europa el interés por las orquídeas se despertó hacia 1731, con la llegada de una Bletia purpurea, traída desde América para la colección del almirante inglés Charles Wager, y a partir de entonces se suscitó un interés desenfrenado por las especies exóticas, que se convirtieron en símbolos de estatus. Las historias que contaban los marineros y viajeros exacerbaron la pasión por estas plantas, a tal punto que exploradores financiados por gentes adineradas viajaban a los trópicos en busca de especies raras como las catleyas, que alcanzaban precios exorbitantes.
Una figura importante en la primera mitad del siglo xix fue el botánico inglés John Lindley (1799-1865), quien describió miles de especies y cientos de nuevos géneros. A su muerte dejó el libro Folia Orchidaceae, considerado como un clásico de la botánica, y por el cual a su autor se le conoce como el padre de la orquideología.
Durante la época victoriana (1837-1901) las clases acomodadas de Inglaterra tenían orquidearios, y el cultivo de especies exóticas era una actividad de mucha sofisticación; de hecho, cuando alguna orquídea rara florecía, era motivo de festejo y la noticia cubría páginas destacadas en la prensa. La afición se propagó rápidamente a Francia, Holanda, Alemania y otras naciones, y se desató una verdadera pasión por estas plantas, lo que dio origen al término «fiebre victoriana», también llamado «orquideomanía».
En 1856, el impresor inglés John Day, poseedor de una de las colecciones más grandes de orquídeas, denunció que algunos rivales le «envenenaban» las plantas valiosas para eliminarlo de la competencia, pues esta era una actividad muy lucrativa, tanto que en 1891, un solo ejemplar de Cattleya labiata se vendió por el equivalente a 50 000 dólares de hoy. La obsesión por las orquídeas alcanzó su cénit en el art nouveau, entre 1890 y 1910, cuando sus formas sinuosas inspiraron las vidrieras de Émile Gallé, los carteles de Alphonse Mucha y los cuadros de Georgia O’Keeffe.
Para satisfacer la demanda de orquídeas raras y exóticas, los recolectores se dedicaron a saquear los bosques de Suramérica, África y Asia dejando muchas especies en peligro de extinción. Por fortuna, a principios del siglo xx, la «orquideomanía» llegó a su fin, ya que los altos costos de la energía para la calefacción de los invernaderos pusieron en aprietos a los orquidearios privados.
Las reinas de las orquídeas
Los géneros Cattleya y Phalaenopsis son los que mejor representan la imagen que tienen las personas de las orquídeas; no cabe duda de que estos predominan en el imaginario mundial, pues son las «orquídeas ideales», motivo de inspiración artística y las de mayor volumen de ventas en la floricultura comercial.
Las flores del género Phalaenopsis, conocidas como «orquídeas mariposa», reúnen unas 75 especies originarias del sureste asiático; en China representan refinamiento, armonía y fertilidad, y en Japón simbolizan la pureza y el amor eterno. Su cultivo in vitro y su comercialización se han propagado a escala industrial por todo el mundo, hasta el punto de convertirse en una de las plantas ornamentales de ambiente interior más comunes, y desde la creación del híbrido P. × Doris —cruce entre P. pantherina y P. amboinensis— en 1975, este género se ha vuelto el más popular debido a la facilidad de su cultivo y frecuente floración en condiciones artificiales.
Por su parte, las del género Cattleya, popularmente conocidas como orquídeas de ramillete, flor de mayo, lirio de mayo o reina de las orquídeas —según el país y la región— reúnen alrededor de 60 especies distribuidas en Centro y Suramérica, desde Costa Rica hasta el norte de Argentina. Estas plantas se destacan por sus formas majestuosas, pétalos grandes de colores vibrantes y fragancia embriagadora. Sin embargo, son más exigentes que las del género Phalaenopsis en cuanto a luz y humedad. También tardan más en florecer, y su cultivo y reproducción presentan una mayor dificultad.
En 1824 el botánico John Lindley describió el género Cattleya en honor a sir William Cattley, un cultivador y comerciante inglés quien recibió un cargamento de orquídeas proveniente de Brasil, entre el que se encontraban unos esquejes medio muertos que varios meses después, bajo su esmerado cuidado, produjeron una flor espectacular, desconocida hasta entonces, a la que Lindley bautizó como Cattleya labiata.
Cattleya trianae es la orquídea colombiana por antonomasia. Fue descrita en 1860 por los botánicos Lucien Linden y Gustav Reichenbach, y nombrada en honor al connotado botánico colombiano José Jerónimo Triana (1828-1890), quien, como cónsul de Colombia en París en 1867, popularizó esta especie durante una exhibición para dar a conocer las riquezas de nuestro país. Una visitante ilustre, la emperatriz Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón iii, quedó cautivada por la belleza y elegancia de la flor y sugirió que se llevara a una subasta, donde fue vendida por 18 000 francos.
Las catleyas han sido erigidas como flor nacional en Costa Rica (C. skinneri actual Guarianthe skinneri) y Colombia (C. trianae). En Venezuela, C. mossiae es el emblema del estado de Lara, y en Brasil C. purpurata es la flor del estado de Santa Catarina. Con las flores más grandes de todo el género, C. warscewiczii, conocida como San Juan o carleya, es una orquídea emblemática particularmente de la cultura antioqueña colombiana. Otras joyas de nuestro país son C. dowiana, cuya flor es amarillo oro y púrpura; además, en ciertas zonas del noroeste de Antioquia coinciden C. dowiana y C. warscewiczii presentando cruces entre ambas especies que dan origen al híbrido natural llamado Cattleya × hardyana.

Por el atractivo de su tamaño, sus formas y colores, las especies de Cattleya han sido la fuente de un sinnúmero de híbridos comerciales.

Inflorescencia de Vanilla planifolia con botones, flores y frutos en diferentes estados de desarrollo. Cada flor se abre solo por unas cuantas horas y luego se marchita, o si es polinizada da lugar a un fruto.
Un sabor que conquistó al mundo
Vanilla es un género tropical y subtropical de orquídeas trepadoras o enredaderas que comprende alrededor de 110 especies, casi la mitad de ellas en la América tropical. En Colombia se han registrado 23 silvestres, distribuidas principalmente en la vertiente del Pacífico, la Amazonia y las partes bajas de la Región Andina.
La más importante de este grupo es V. planifolia, la única comestible entre las más de 29 000 orquídeas. Esta especie es conocida desde tiempos precolombinos por el uso medicinal y gastronómico que le dieron los totonacas y luego los aztecas a los frutos secos de esa planta. En 1521 Hernán Cortés, conquistador de México, llevó a España la exótica especia, en donde fue incorporada a la repostería, y de ahí su uso se difundió rápidamente a otros países de Europa. Hasta mediados del siglo xix, México mantuvo el monopolio de su producción, debido a que las abejas meliponas, únicas polinizadoras naturales de la flor y necesarias para la producción de las vainas, solo existían en el Nuevo Mundo. Los franceses intentaron cultivarla en sus colonias africanas, pero no lo consiguieron, hasta que, en 1841, Edmond Albius, un esclavo adolescente de la isla Reunión, desarrolló una técnica de polinización manual empleando una pajilla de palma. Este método permitió el cultivo exitoso en otras colonias francesas, principalmente en Madagascar, que hoy produce cerca del 80 % de la vainilla mundial.
Ante la creciente demanda, en 1874 científicos alemanes sintetizaron artificialmente la molécula de la vainillina, con lo cual el uso de este saborizante se extendió por todo el mundo. Y aunque hoy el 95 % de la industria gastronómica emplea el saborizante sintético, la vainilla natural sigue siendo un producto tan apreciado que el precio de un kilogramo de fruto seco ronda los 500 dólares americanos.
En los últimos años, la creciente demanda y los elevados precios han incentivado en Colombia el cultivo de la vainilla, y las iniciativas de comunidades afrodescendientes en el municipio de Bahía Solano, en la costa del Chocó, han sido particularmente interesantes y promisorias. El investigador Robert González, de la Facultad de Ciencias Agropecuarias de la Universidad Nacional de Colombia, también encontró en sus estudios (2013-2019) que la población de V. planifolia del Pacífico colombiano tiene frutos cuya vaina no se raja al madurar —como ocurre con las de otras regiones— evitando que se pierdan las sustancias volátiles que le confieren a la vainilla un aroma muy apreciado, y que determinan su calidad y precio en el mercado. Además, describió una nueva especie de las selvas chocoanas colombianas: V. rivasii, con gran potencial para cultivo.
Lo exclusivo se vuelve cotidiano
En 1922, el botánico estadounidense Lewis Knudson resolvió una de las grandes dificultades para la germinación de las orquídeas: su dependencia de hongos micorrícicos, al crear un medio de cultivo a base de agar y azúcares que permitió que las diminutas semillas de las orquídeas se desarrollaran sin su intervención, lo que le dio un giro inesperado a la historia botánica. Aquel avance fue el primer paso hacia la democratización de un linaje vegetal que hasta entonces era sinónimo de lujo y excentricidad. Décadas más tarde, el francés Georges Morel perfeccionó la técnica al desarrollar la propagación in vitro, que permitió la germinación controlada y la clonación, con la posibilidad de replicar una misma planta en cantidades hasta entonces impensables.
El verdadero punto de inflexión comercial tuvo lugar en Taiwán. Allí, ingenieros agrónomos y empresarios vieron en la orquídea, especialmente del género Phalaenopsis, una alternativa prometedora al decadente negocio azucarero. La empresa estatal Taiwan Sugar Corp. se reinventó como pionera de la clonación industrial de orquídeas y diseñó protocolos que le permitieron pasar de producir cientos a miles de ejemplares idénticos en cuestión de meses.
En la actualidad, Estados Unidos importa millones de orquídeas cada año. Solo en 2020, el mercado en maceta superó los 276 millones de dólares, con lo que las orquídeas se convirtieron en la planta de interior más vendida del país. Dos empresas californianas distribuyen más de 4 millones de ejemplares anuales, con el Día de la Madre como el momento de mayor demanda.
Para lograr el crecimiento de este mercado, además de laboratorios se necesita una logística afinada. Gracias a la clonación, las plantas presentan tamaños, formas y tiempos de floración casi idénticos, lo que permite agrupar entre 60 y 100 orquídeas por caja y cargar hasta 600 cajas en un solo contenedor, que navega durante 18 días desde Asia hasta California en condiciones de temperatura controlada. Una vez en el destino, las plantas terminan su desarrollo antes de llegar a un público que disfruta y admira más de 150 000 híbridos creados por el ser humano.

El cultivo de orquídeas a gran escala bajo condiciones controladas se ha convertido en un negocio que busca satisfacer la creciente demanda de plantas ornamentales de interior. En la foto, cientos de clones de plantas del género Phalaenopsis.

Algunas orquídeas se han convertido en símbolo de identidad de diversas regiones del país. En la foto, Miltoniopsis roezlii, también conocida como la «reina del Valle».
La orquideología en Colombia
La historia de la orquideología en Colombia no se puede separar del furor que provocaron estas flores en Europa en el siglo xix. En plena era de exploraciones botánicas, Colombia fue uno de los territorios más saqueados por cazadores de plantas, quienes —financiados por aristócratas, jardines botánicos y comerciantes— recorrieron selvas y montañas en busca de ejemplares exóticos que pudieran impresionar al Viejo Continente.
Esa mirada sobre la riqueza natural colombiana empezó a cambiar desde adentro; las orquídeas, que eran una parte inadvertida del paisaje, comenzaron a despertar admiración y surgieron las primeras colecciones personales, impulsadas por el deseo de conocer, conservar y celebrar una belleza que el mundo codiciaba.
La extraordinaria diversidad de especies que alberga el territorio nacional atrajo la atención de numerosos botánicos europeos, cuyas investigaciones fueron decisivas para el conocimiento de la flora colombiana. Figuras como José Celestino Mutis, José Jerónimo Triana, Jean Jules Linden, Hermann Karsten y Federico Carlos Lehmann dejaron huellas profundas a través de expediciones, herbarios y publicaciones que sentaron las bases de una tradición científica sólida en torno a las orquídeas del país.
Esa admiración tomó nuevos impulsos en el siglo xx gracias a personajes de la vida nacional; la más sobresaliente fue sin duda doña Bertha Hernández de Ospina, considerada como una de las orquideólogas más importantes de Colombia. Su entusiasmo fortaleció el cultivo y la conservación de las flores, y ayudó a posicionar a las orquídeas como un emblema cultural y un patrimonio vivo del país.
Paralelamente, en distintas regiones se formaron asociaciones dedicadas a la orquideología. La Sociedad Colombiana de Orquideología, la Asociación Vallecaucana, y otras agrupaciones en Bogotá, Caldas, Quindío, Risaralda, Santander, Popayán y Buga se consolidaron como espacios de encuentro entre científicos, cultivadores y aficionados. Los talleres, exposiciones y publicaciones que nacieron de estas agremiaciones alimentan una red de saberes que une ciencia, arte y tradición, y cuyo fin último es sensibilizar al público sobre la importancia de la conservación de las orquídeas en Colombia. Un ejemplo es el Orquideorama de Cali —registrado en 2010 como Museo Vivo—, que es integrante de la Red de Museos del Valle del Cauca desde 2015.
Aunque en Colombia el cultivo de orquídeas ha sido en gran parte artesanal —basado en la recolección y la propagación vegetativa—, en años recientes algunos cultivadores han apostado por un enfoque más técnico. Gracias a la implementación de laboratorios y métodos de propagación in vitro, hoy existen cultivos a gran escala en regiones como Antioquia, el valle del Cauca y el Eje Cafetero. Lo que empezó como una pasión personal se ha transformado en una dinámica industria.
Pero esta pasión no ha sido una simple afición. En el país el cultivo de orquídeas también ha sido una fuente de conocimiento y un motor para la ciencia. Figuras como el padre jesuita Pedro Ortiz Valdivieso, orquideólogo reconocido internacionalmente, aportaron una visión académica y rigurosa de esta disciplina. Hoy una nueva generación de especialistas formados con los más altos niveles académicos continúa ese legado con seriedad y entusiasmo. Gracias a su trabajo, el estudio de estas plantas se ha consolidado como una línea fundamental en la investigación botánica nacional.



