Nos
encontramos, girando alrededor del sol a una velocidad
de 107.280 km por hora, en la Vía Láctea
—entre las Constelaciones de Tauro y Sagitario—,
una entre los millones de galaxias existentes, que tiene
una distancia entre sus extremos de más de 100.000
millones de años luz; la galaxia más cercana,
llamada por los científicos la espiral de Andrómeda,
está a algo más de dos millones de años
luz.
La Tierra, como cualquier otro cuerpo sideral, no es inerte
y está compuesta por polvo estelar resultante de
la gran explosión cósmica que ocurrió
hace por lo menos 15.000 millones de años, llamada
el Big Bang. Por tal motivo, estamos sobre un asteroide
constituido por energía y polvo de estrellas.
El Globo Terrestre, visto desde el espacio, es un planeta
más acuático y azul que terrestre y verde.
Todos sus elementos constitutivos, montañas, animales,
plantas y nosotros mismos, somos el resultado de ese polvo
estelar y de la energía lumínica solar que
hemos recibido desde el momento mismo del origen de nuestro
planeta. La Tierra es la síntesis perfecta para
la vida orgánica —por lo menos para la que
conocemos hasta el momento— que depende del sol
y del agua. Lo demás es energía materializada
en múltiples formas a través de átomos
y moléculas.
El planeta depende de todos sus elementos constitutivos
para su funcionamiento, pero además los requiere
en permanente equilibrio; éste es dinámico
entre continentes, mar, clima, atmósfera y vida
orgánica. Nada está estático ni quieto
y su movilidad constante está sujeta a leyes y
ciclos recurrentes, como si se tratara de un cuerpo viviente.
Las normas y las leyes de la física y de la termodinámica
se aplican a la Tierra como pueden aplicarse a un ave
en medio del vuelo o a una ballena en medio de las aguas
antárticas. Tanto los continentes como la formación
de una montaña, una cordillera o un lago glaciar,
se rigen por estos mismos principios. Así fue desde
el comienzo, así es y así será siempre.
La conformación actual de los continentes sigue
en proceso de cambio permanente, a pesar de que nosotros
no podamos percatarnos de ello fácilmente. La mayoría
de estas transformaciones se realizan en tiempos geológicos
imperceptibles para la efímera vida humana.
No es posible predecir el desenlace y en caso de que habláramos
de él, tan solo podríamos hacer una aproximación
a través de los eventos hipotéticos de su
génesis y su pasado, basándonos en la geología,
la paleontología y la zoogeografía comparativa.
UN LARGO VIAJE A LA DERIVA
La historia de la Tierra es larga y apasionante y la ciencia
aún no tiene todas las respuestas para explicarla;
hablar de este planeta es, entre otras cosas, hablar de
montañas y geoformas que han tenido un papel fundamental
en los resultados evolutivos de casi todas las especies.
Podemos comparar la historia de la Tierra con un libro
de 5.000 páginas, en el que cada una de ellas equivale
a un millón de años y en el que la aparición
de la especie humana y todos sus logros no abarcan más
que la última palabra de la última hoja
del compendio.
La historia geológica es el idioma, la tinta y
el material con que se elaboró el libro. Nosotros
somos los lectores y los observadores momentáneos
de cuatro capítulos sobre la vida, cuyo inicio
está en el Paleozoico —Era Primaria—
hace 600 millones de años.
Mucho tiempo después de haberse formado la Tierra,
con unas características más o menos similares
a las actuales, en términos morfológicos
y de elementos constitutivos, es decir, con océanos,
atmósfera y masas terrestres emergentes, su forma
más probable era la de un globo acuático
con un único océano —mar de Tethys—
y una sola costra macrocontinental a la que se ha denominado
el Continente Gigante de Pangea o Continente Mundial.
Hace aproximadamente 100 millones de años, esta
gran masa continental empezó a fracturarse por
la mitad y se formaron dos grandes secciones llamadas
Laurasia y Gondwana. El primero compuesto por lo que actualmente
son Asia, Europa, Norteamérica y Groenlandia, y
el segundo por Suramérica, África, India,
Australia y la Antártica. Estas dos masas comenzaron
a separarse físicamente y con ello se aislaron
y especializaron sus especies biológicas, de tal
suerte que 10 millones de años después,
las diferencias entre sus poblaciones eran mayores que
las similitudes.
Noventa millones de años atrás, Gondwana
empezó a romperse en uno de sus extremos y se desprendió
la porción correspondiente a Suramérica.
Sus especies biológicas bien primitivas y con elementos
totalmente afines a los de África y Australia,
iniciaron un largo viaje de deriva en el que poco a poco
tomaron un carácter propio. Cientos de siglos después,
la Antártica y Australia se desprendieron y finalmente
lo hicieron África y la India, cuando apenas empezaba
Laurasia a generar un proceso similar de fracturación.
En tal sentido, Suramérica fue el primer minicontinente
que empezó a derivar y por lo tanto el primero
que se aisló de los demás procesos biológicos
y genéticos. Millones de años después
se haría el contacto de nuestro continente con
América del Norte a través del istmo centroamericano
y se darían los procesos de intercambio genético
más fuertes de toda la historia viviente del planeta,
los cuales ocasionaron, no solo interesantes formas de
adaptabilidad, sino de extinción masiva de especies.
Este fue el inicio del gran colapso de la vida primitiva
suramericana.
UN CONTINENTE POBLADO POR DINOSAURIOS
Cuando la vida empezó a surgir de las entrañas
del océano durante el Precámbrico —período
de la era primaria, que terminó hace 580 millones
de años—, ésta se limitaba a pequeños
seres invertebrados, cuyo entorno estaba limitado solamente
al medio marino. En ese momento Pangea no era más
que un conglomerado de islas con una intensa actividad
volcánica. Doscientos millones de años más
tarde, a comienzos del Devónico, se inicia en forma
contundente el levantamiento de la corteza terrestre,
al tiempo que algunos de estos primeros invertebrados
abandonan el mar e inician su adaptación al medio
terrestre, el cual empezó a verse salpicado de
pequeños parches de vegetación arbórea;
surge entonces la familia de los insectos.
Las primeras montañas se modelan durante el período
Triásico hace 225 millones de años —Era
Secundaria— y con ellas aparecen los primeros desiertos
y en algunos sectores del Continente Mundial se manifiestan
claramente grandes extensiones de bosques densos de coníferas
—pinos—, mientras empiezan a disminuir los
bosques de helechos gigantes. En este momento se inicia
el predominio de los primeros dinosaurios diminutos —no
más grandes que una gallina mediana—; el
macrocontinente alcanza el 15% de la superficie del planeta
y empieza su resquebrajamiento en dos mitades —Laurasia
y Gondwana—.
Durante el período Jurásico —hace
180 millones de años— aparecen los primeros
pájaros y se da un desmesurado aumento del nivel
de los océanos que avanzan nuevamente sobre los
suelos ya consolidados por la actividad volcánica,
los plegamientos y algunas fallas de gran magnitud que
habían dado origen a varias cadenas montañosas
en el territorio de lo que después serían
Europa y Asia.
A comienzos de la Era Terciaria —durante el Paleoceno,
es decir 70 millones de años atrás—
se manifiesta una reacomodación de la Placa Tectónica
y surgen más formaciones montañosas que
en los Períodos y en las Eras precedentes. Es el
momento en que el subcontinente suramericano empieza a
desprenderse de Gondwana e inicia su gran peregrinaje
precoz por la vastedad del océano, que en aquel
entonces cubría más del 80% de la superficie
del planeta. Surge entonces una competencia entre los
grandes dinosaurios que se habían dispersado por
todas las masas continentales en miles de especies diferentes
y los mamíferos que empezaban a ganar espacio mediante
una cruenta lucha por sobrevivir. Posteriormente se extinguieron
los dinosaurios, esos enormes seres cuyo nombre proviene
del griego deinós (terrible) y sauros (lagarto).
Los temibles lagartos, cuyos tamaños iban desde
una talla inferior a la de una gallina, hasta los 35 metros
de altura, no pudieron sobrevivir para el Terciario, al
inicio del período Cenozoico —hace 65 millones
de años—. Sin embargo, la isla de Suramérica
llegó a soportar un gran número de estas
especies divididas en dos grandes órdenes: los
Ornitisquios —picos con dientes—, caracterizados
por sus prominentes y agudas mandíbulas parecidas
a las de las aves, con dientes afilados, de dos o cuatro
patas, pelvis de ave y en su totalidad reptiles voladores
y los Saurisquios —con pelvis de lagarto o reptil—,
patas delanteras muy cortas, de tres dedos y dientes afilados;
todos fueron carnívoros.
Alcanzaron un gran tamaño antes de su extinción
y por los registros fósiles hallados durante el
presente siglo, sabemos que nuestro continente albergó
dinosaurios como el Estegosaurio —lagarto de cresta
alta sobre todo su lomo—, el Anquilosaurio —de
cresta baja—, el Triceratos —de tres cuernos—,
los Tiranosaurios Rex —bípedos carnívoros—
y los Brontosaurios —cuadrúpedos de gran
tamaño y robustez—, entre otros tantos.
En Suramérica como en el resto de los continentes,
con la desaparición de estos temibles lagartos
se inicia un proceso de oferta de nichos ecológicos
que son rápidamente retomados por otros tipos,
subtipos, clases, órdenes, familias y géneros
de animales. No obstante, ningún competidor posterior
fue tan adaptativo en la toma de estos espacios como la
clase de los mamíferos.
Como su nombre lo indica, los mamíferos alimentan
a sus crías con leche segregada de su propio cuerpo
y los amamantan durante el tiempo que sea necesario para
criarlos. Son de sangre caliente, con los cinco sentidos
muy desarrollados, un corazón con cuatro cavidades
y un cerebro altamente evolucionado y especializado. Muchas
de estas características estaban ausentes en los
desaparecidos reptiles.
Los mamíferos suramericanos, separados de su tronco
original desde muy temprano, tuvieron una serie de particularidades
especiales que los hicieron diferentes respecto de los
del resto del Continente Mundial que iniciaba una fracturación
en su porción más austral —norte—.
En efecto, este nuevo orden de especies animales, a medida
que se iba distribuyendo por todo nuestro continente y
se especializaba por la vasta gama de ecosistemas posibles
del Neotrópico, se aislaba más y más
de los eventos genéticos de Laurasia; ésta
conservaba su unidad y desarrollaba procesos más
rápidos de evolución, que se diferenciaban
de los nuestros, a tal punto, que cuando Norteamérica
y Suramérica finalmente se unieron a mediados del
Plioceno —5.2 millones de años—, los
del norte contaban con una fisiología o funcionamiento
del organismo mucho más avanzado y moderno que
el de los nuestros, considerados muy primitivos y con
pocas oportunidades de competir, en la mayoría
de los casos.
Parte de la diferencia tan marcada que se establecía
entre los del norte y los del sur, dependía de
que en el norte se encontraba un altísimo número
de especies vivíparas plenas, es decir, aquellas
cuyo embrión era de desarrollo intrauterino y,
por lo tanto, filogenéticamente más modernas;
mientras que en el sur, la mayoría de los mamíferos
eran ovíparos —que ponen huevos— o
mamíferos marsupiales —que terminaban el
proceso de desarrollo de las crías dentro de una
bolsa ventral en la madre—.
Esta circunstancia determinó que el choque zoológico
fuera desgarrador e inequitativo para nuestros mamíferos,
que en un alto porcentaje eran marsupiales como los canguros
australianos. Fue una de las extinciones más absolutas
y masivas después de la desaparición de
los dinosaurios, aparentemente extintos por factores no
biológicos, como en el caso de Suramérica,
sino astronómicos, posiblemente por el choque de
un gran meteorito, o por la colisión de un gran
satélite lamado Némesis, con la Tierra.
Como resultado de este choque genético entre dos
reinos altamente diferenciados —Neotrópico
y Neoholártico o Sudamérica y Norteamérica—,
es decir del intercambio genético entre animales
primitivos con especies más evolucionadas, se produce
la ruina de la gran mayoría de nuestras raras especies
que habían soportado los avatares de la más
estrecha competencia ecológica, en un complejo
mosaico de ambientes diversos.
Sin embargo, no todo fue malo y catastrófico. A
pesar de las extinciones masivas, el Neotrópico
llevó la mejor parte, ya que muchos de los animales
menos primitivos —y algunos muy primitivos subsistieron
para quedarse aquí— y otros muchos de Norteamérica
llegaron y se adaptaron fácil y rápidamente
en estas nuevas tierras llenas de oportunidades, que actuaban
como una gran malla atrapando animales e incrementando
así la diversidad en especies y en genes. Por tal
motivo, los especialistas consideran que la riqueza y
la diversidad biológica de Colombia no solo puede
ser entendida por nuestra posición geográfica
privilegiada, sino también y en particular, por
una circunstancia poco estudiada: nuestro complejo historial
geológico y las particularidades de un viaje que
duró más de 65 millones de años desde
África y Australia hasta Norteamérica y
que durante su proceso de marginalidad y aislamiento,
como una gran isla, dio lugar a órdenes, familias
y géneros de animales extravagantes y de gran rareza
e importancia, que en parte se fundieron con especies
que venían de Laurasia a través de Norteamérica.
EL NEOTRÓPICO SE ENFRENTA A UN CAMBIO BIOLÓGICO
El Neotrópico —uno de los sinónimos
más entendibles del continente suramericano y parte
de Centroamérica— es una de las regiones
más singulares del planeta. Su existencia está
ligada al surgimiento del istmo centroamericano durante
el final del Plioceno y comienzo del Pleistoceno hace
5.5 millones de años, y marca también el
surgimiento de un puente biológico entre dos mundos
altamente diferenciados —Norte y Suramérica—.
Para entender la historia del Neotrópico —en
su concepción más amplia—, debemos
basarnos ante todo en una disciplina que desentrañe
los datos del pasado biológico del suelo terrestre
y marino. Por un lado tenemos la paleontología
—tratado de las especies animales y vegetales desaparecidas
y cuyos restos son fósiles— y la zoogeografía
que es el estudio de la distribución de la fauna
en los diferentes medios geográficos del planeta.
Ambas disciplinas nos dan evidencia del tipo de fauna
que teníamos antes del establecimiento del puente
biológico, pero ante todo de la extraordinaria
rareza de estos animales.
Tal vez nunca nos hemos preguntado ¿Por qué
en nuestras sabanas extensas y diversas no se encuentran
manadas y rebaños, como ocurre en África
o Australia? ¿Por qué no tenemos megafauna
—grandes mamíferos herbívoros—,
como la que se encuentra en las praderas africanas, a
pesar de que tienen proporcionalmente igual extensión?
¿Por qué en Suramérica, a diferencia
de lo que ocurre en otros continentes, predominan los
animales con cola prensil, independientemente de que se
trate de géneros y familias totalmente diferenciadas?
¿Qué semejanza presentan el cuerpo de un
tapir, un chigüiro y un pecarí y qué
relación tiene esto con nuestro continente? Estos
y muchos otros interrogantes surgen diariamente para el
investigador avezado de nuestras especies actuales y mayores
aún cuando se trata de los restos fósiles
de la extinta fauna, que inicia cambios abruptos en el
mismo instante en que nos unimos a Norteamérica.
Suramérica, y en un sentido más amplio el
Neotrópico, posee la selva húmeda tropical
más extensa y continua del mundo y esto determina
que muchas de sus especies animales estén ampliamente
adaptadas desde siempre a dos variables predominantes:
agua y árboles —por lo menos para la Amazonia
y el Chocó Biogeográfico, dos de los enclaves
selváticos más importantes de la región—.
Así, gran parte de esta fauna es nadadora o trepadora
de árboles.
Quizás una de las mayores virtudes de nuestra fauna
selvática se basa en el hecho de que muchas especies
están ampliamente adaptadas para sobrevivir en
este medio de los árboles y los caudalosos ríos
que podrían convertirse en infranqueables barreras
para la dispersión biológica de las especies.
Por tal motivo, una gran cantidad de especímenes
llevan consigo colas largas y prensiles que actúan
como un quinto miembro sujetador que aparece en géneros,
familias y especies genéticamente diferentes. Basta
observar la totalidad de nuestros primates, como el mono
araña, el cotudo o aullador o el cariblanco, un
roedor como el puercoespín, un desdentado como
el oso hormiguero —el sedoso, angelito o la tamandúa—,
o un carnívoro como el kinkajú, todos ellos
con cola prensil para poder asirse de las ramas de los
árboles. No menos singular resulta la existencia
de membranas interdigitales para poder nadar, como las
que presentan muchas especies de roedores, o incluso el
único marsupial nadador del planeta.
Esta característica tan inusual en otros continentes
del mundo y presente en el suramericano, en grupos genéticamente
distintos, es lo que los especialistas llaman Evolución
Convergente; es decir, la habilidad que tienen las especies
para adaptarse en forma positiva, a través de la
selección natural, a las condiciones particulares
o medios específicos con propiedades morfológicas
iguales, a pesar de que estas especies no tengan ningún
tipo de relación genética entre sí.
Algo similar ocurre cuando comparamos un tapir, un pecarí
y un chigüiro, en términos de las formas y
el modelamiento de sus cuerpos, en los que se destacan
morfologías cuadrúpedas de lomos redondeados
y ancas bajas cuyo propósito es el desplazamiento
por el sotobosque de la selva. Igualmente podría
pensarse de algunos cazadores de insectos, un régimen
alimenticio altamente especializado que supone una relación
muy estrecha con el medio selvático —por
ser la mayor fuente de hojas de diversos tipos, texturas
y sabores— como también con el medio sabanoide,
un hábitat altamente apetecido por insectos tales
como hormigas, termitas y otros de tipo no volador, que
demandan de la diversidad de gramíneas y herbáceas
propias de estos biomas. En tal sentido, los equidnas
—especie de topo insectívoro— y los
osos hormigueros como el palmero o la tamandúa,
poseen una larga lengua pegajosa y fuertes garras cavadoras
que permiten suponer que la adaptación a una misma
forma de vida produce convergencias anatómicas
del mismo grado en animales muy distintos.
El Neotrópico presenta una altísima biodiversidad,
pero con muy pocos ejemplares de cada especie. Esta característica
es opuesta a la de muchos de los países del continente
africano o de las praderas y bosques canadienses o norteamericanos
donde, a diferencia de los promedios de las selvas suramericanas
—350 especies arbóreas por hectárea—,
en esos lugares no sobrepasa las cuatro o cinco especies
por hectárea, aspecto característico de
los bosques homogéneos. Lo mismo ocurre con nuestros
ecosistemas y la gran variedad de nichos ecológicos.
América del Sur presenta una curiosa particularidad,
sobre la cual hay pocos estudios, relacionada con el hecho
de que teniendo extensiones amplias y generosas de biomas
herbáceos y estepas arbustivas como las pampas
y el chaco sureño, el cerrado brasileño
o los llanos de Colombia y Venezuela, algunos de estos
con marcado régimen estacional, estas sabanas se
encuentren «despobladas» de grandes rebaños
herbívoros, a diferencia de las africanas, australianas,
eurasiáticas o las norteamericanas.
Actualmente contamos con algunas manadas de chigüiros
al norte —los roedores más grandes del mundo—,
algunos pequeños grupos de venados coliblancos
—5 ó 6 a lo sumo— en casi todas las
praderas herbáceas, uno que otro oso hormiguero
y algunos pequeños grupos de aves corredoras al
sur, parientes lejanas de las avestruces australianas,
llamadas ñandúes; estas sabanas, sin embargo,
están actualmente pobladas por herbívoros
domesticados, traídos por el hombre colonizador;
especialmente ganado vacuno y caballar.
Pero esta condición no fue siempre así.
Antes del establecimiento del puente biológico
entre las dos Américas, nuestras sabanas estuvieron
densamente habitadas por múltiples especies, incluso
en rebaños y grandes manadas. Especies raras, desconocidas
para el común de la gente, que a través
de fósiles recuperados desde el siglo pasado enriquecieron
considerablemente las teorías evolucionistas de
Darwin.
Entre la fauna fósil extinta encontramos gigantescos
ungulados, perezosos de tierra, tan grandes como un elefante,
caballos salvajes más pequeños que los actuales
y no mayores que un burro, poderosos marsupiales, armadillos
enormes con colas acorazadas de cuernos —Glyptodonte—,
carnívoros descomunales como el tigre diente de
sable y enormes megaterios con la apariencia de osos grises
con largas y afiladas garras.
Pero quizá, uno de los que más poderosamente
ha llamado la atención de los científicos
es el descendiente del Moeritherium, antepasado
del elefante actual. Llamado comúnmente Mastodonte
de Alagosi, por haber sido encontrado en 1928 en el lugar
del mismo nombre en las cercanías de Lima, Perú.
El mastodonte, parecido al elefante africano pero mucho
más grande y peludo, con grandes y curvados colmillos,
dominó vastas extensiones de Suramérica
y establecía bandas cuyos hábitos sociales
eran parecidos a los de los paquidermos —los elefantes
actuales—.
Una de las mayores particularidades encontradas por paleontólogos
y arqueólogos es la de una asociación recurrente
entre los restos fósiles de estos animales y el
armamento y la utilería elaborados por nuestros
primeros cazadores y recolectores en el continente. Tal
circunstancia determina, no solo la convivencia hombre–megafauna
para finales del Pleistoceno —20.000 años
atrás—, sino la razón principal de
su extinción, a manos humanas, después de
haber podido, inexplicablemente, sobrevivir al colapso
biológico norte-sur.
Junto al mastodonte, testigo incomparable de la época
de las glaciaciones, el hombre primitivo americano conoció,
posiblemente, al temible Thylacosmislus, predador
de gran consideración, conocido también
con el nombre de «tigre dientes de sable»,
que ha suscitado mucho interés entre los científicos
que tratan de determinar si era un carnívoro o
más bien un hematófago —chupador de
sangre—.
Otro poblador de las sabanas suramericanas fue el terrible
Phororhacos o ave terrestre como el avestruz,
de cuello corto muy robusto y vigoroso pico, con garras
enormes tipo rapaz, que podía llegar a tener una
altura de 1.50 ó 1.80 metros.
Todos estos animales se hicieron presentes en algunos
de los altiplanos andinos, ya constituidos cuando el hombre
americano irrumpió en nuestro continente. De hecho,
la mayor cantidad de los registros fósiles de mamut
asociado a la presencia humana se encuentra documentada
en la Sabana de Bogotá, donde expertos arqueólogos
dedicados al estudio del período cultural Paleoindio,
han venido desentrañando una de las más
singulares historias de nuestros ancestros más
tardíos.
GÉNESIS Y FORMACIÓN DE MONTAÑAS
Pocas cosas llaman tanto la atención del hombre
como una montaña; frente a ella sentimos un impulso
enorme por surcarla, por apoderarnos de la cumbre, quizás
como un acto simbólico para alcanzar el cielo o
simplemente para mirar la inmensidad del espacio o el
difuso horizonte que desde la cima ensancha nuestro espíritu.
Ese deleite es comparable apenas con los interrogantes
que despiertan estas formaciones en los geólogos
y en quienes pueden leer en la estratigrafía la
historia del mundo.
La mayoría de los nueve continentes están
surcados por montañas de gran tamaño. Gracias
a la tecnología satelital, se puede comprobar la
relación espacial que tienen en el contexto geomorfológico
de la Tierra; un gran número de formaciones lineales,
como el complejo Rocosas–Andes, ocupan las márgenes
de las masas continentales. Todas las cadenas montañosas
tienen en su estructura geológica evidencias de
fallas y plegamientos; en otros casos presentan una conformación
más o menos homogénea que evidencia su origen
tectónico y volcánico.
Para comprender la orogenia de las montañas, sierras
y serranías, es indispensable describir el proceso
que se manifiesta en el principio de la isotasia, es decir
en el proceso mediante el cual la compresión horizontal
de sedimentos, ejerce múltiples efectos de contracción
y dilatación de la corteza terrestre.
Este principio es aplicable al proceso de formación
de un geosinclinal, como el que caracteriza toda nuestra
costa Pacífica. En Colombia, los suelos de las
principales montañas se escurren por efecto de
las lluvias que transportan grandes volúmenes de
sedimentos. Estos son transportados de riachuelo a quebrada
y de quebrada a los ríos afluentes, que a su vez
conducen sus aportes en mayor o menor volumen a las cuencas
marítimas. Dichos sedimentos pueden adquirir, con
el paso del tiempo, cientos de metros y formar capas sucesivas
de lodos, arcillas e incluso estructuras más sólidas,
que van generando procesos de compactación y compresión
horizontal y vertical sobre dichas cuencas. Esta acumulación
progresiva, con un espesor de material de más de
15.000 m, se precipita hacia el fondo de la corteza marina
u oceánica, generando el geosinclinal, caracterizado
por fajas paralelas de distintos compuestos, que incluso
puede arrastrar y combinar materiales arrecifales en el
momento del hundimiento.
Después de los 15.000 m de sedimentación
acumulativa, el geosinclinal pasa por un proceso de licuefacción
y en la medida en que estos materiales se dirigen hacia
el núcleo de la tierra, se van incorporando al
manto magmático debido a las altas temperaturas,
superiores a los 1.000 °C. Cuando los aportes del
geosinclinal son masivos, acumulan presiones muy fuertes
que inducen a que el magma fluya hacia arriba en busca
del equilibrio volumétrico y el equilibrio de las
cortezas oceánicas o terrestres que flotan sobre
el magma. Este material ascendente, cuya masa puede tener
hasta cien kilómetros cuadrados, es conocido con
el nombre de batolito y está compuesto por rocas
ígneas que indican que la fusión de material
rocoso se precipita a la superficie terrestre o marina
y se enfría a partir de los 750 °C.
A medida que aumenta la presión sobre el fondo
magmático, aumenta también la compresión
lateral de las rocas expulsadas o batolitos, lo cual origina
la expansión de la corteza por el punto de expulsión
e inicia el proceso de su levantamiento, lo que a su vez
genera el nacimiento de una montaña.
Las montañas, sierras, serranías o cerros
aislados tienen en su parte interna, por lo general, material
menos denso que se precipita hacia abajo, dejando así
las rocas más densas sobre la superficie. Este
fenómeno físico permite el equilibrio morfológico
de la costra continental y oceánica sobre el magma
incandescente.
A su vez, las fracturas o resquebrajamientos generados
por la presión y compresión lateral ocasionan
fallas de corrimiento y erupciones que producen algunas
veces escapes de fluidos magmáticos, los cuales
sueldan las fallas entre sí y los diferentes bloques
pétreos de composición y origen diferenciados.
De esta forma se presentan los anclajes de las cadenas
montañosas o de los continentes, que compensan
la pérdida constante de materiales geológicos
que se sumergen hacia el manto, o la pérdida de
los suelos que por procesos de erosión escurren
hacia las cuencas oceánicas. Todo este proceso
de formación y nacimiento de las montañas
se denomina orogénesis.
Hay, sin embargo, otro tipo de montañas, serranías
o cerros que no siguen el patrón anterior, sino
que son el resultado de procesos abruptos y rápidos
de origen volcánico.
Por lo general, las cadenas volcánicas no bordean
los continentes y pueden ser el primer paso en el desarrollo
de un nuevo continente. Para tal efecto, deberán
desarrollarse sucesivas fajas paralelas de volcanes y
formar una masa mayor de tierra firme que inicie sus propios
procesos de erosión y sedimentación. Estos
conglomerados volcánicos se hallan más próximos
al centro de las placas y no muestran patrones lineales
como es el caso de la orogénesis por factores de
compresión de un geosinclinal.
Un claro ejemplo de lo que podrá ser dentro de
algunos siglos una nueva cordillera o un nuevo continente,
lo encontramos en Hawaii, constituido por un archipiélago
cuyas islas de origen volcánico empiezan a juntarse
entre sí, definiendo un relieve abrupto en un lapso
geológico reducido.
Mucho se ha escrito sobre la teoría de la deriva
continental; movimientos, desplazamientos y procesos de
flotabilidad de los continentes sobre el núcleo
de la tierra. Las montañas, sierras y serranías
son parte vital de este ciclo que se inicia con la movilidad
de la corteza con sus diferentes conjuntos terrestres
emergentes y submarinos, la colisión de masas y
su tolerancia a apilarse sobre los bordes de los conjuntos,
lo que produce la formación de montañas
y fosas que a su vez desarrollan procesos de erosión
que arrastran sedimentos y cargas de material; estos se
acumulan poco a poco hasta fracturar la corteza y generar
su hundimiento hacia las profundidades de la masa incandescente,
la cual busca nuevamente subir a la superficie por efecto
de la presión, dando origen a montañas,
sierras y serranías que son la expresión
más palpable de la influencia geológica
que tiene la vida en nuestro planeta.
Esta teoría respecto a la de enfriamiento paulatino
y contracción del geoide terrestre, parte de la
idea de que la Tierra se está calentando y, por
ende, tiende a expandirse por la dilatación de
las capas superficiales de la corteza, lo cual, entre
otras cosas, genera la formación de nuevos procesos
de orogénesis y subducción.