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CAPÍTULO 1

LA HISTORIA SIN FIN

 

Nos encontramos, girando alrededor del sol a una velocidad de 107.280 km por hora, en la Vía Láctea —entre las Constelaciones de Tauro y Sagitario—, una entre los millones de galaxias existentes, que tiene una distancia entre sus extremos de más de 100.000 millones de años luz; la galaxia más cercana, llamada por los científicos la espiral de Andrómeda, está a algo más de dos millones de años luz.

La Tierra, como cualquier otro cuerpo sideral, no es inerte y está compuesta por polvo estelar resultante de la gran explosión cósmica que ocurrió hace por lo menos 15.000 millones de años, llamada el Big Bang. Por tal motivo, estamos sobre un asteroide constituido por energía y polvo de estrellas.

El Globo Terrestre, visto desde el espacio, es un planeta más acuático y azul que terrestre y verde. Todos sus elementos constitutivos, montañas, animales, plantas y nosotros mismos, somos el resultado de ese polvo estelar y de la energía lumínica solar que hemos recibido desde el momento mismo del origen de nuestro planeta. La Tierra es la síntesis perfecta para la vida orgánica —por lo menos para la que conocemos hasta el momento— que depende del sol y del agua. Lo demás es energía materializada en múltiples formas a través de átomos y moléculas.

El planeta depende de todos sus elementos constitutivos para su funcionamiento, pero además los requiere en permanente equilibrio; éste es dinámico entre continentes, mar, clima, atmósfera y vida orgánica. Nada está estático ni quieto y su movilidad constante está sujeta a leyes y ciclos recurrentes, como si se tratara de un cuerpo viviente.

Las normas y las leyes de la física y de la termodinámica se aplican a la Tierra como pueden aplicarse a un ave en medio del vuelo o a una ballena en medio de las aguas antárticas. Tanto los continentes como la formación de una montaña, una cordillera o un lago glaciar, se rigen por estos mismos principios. Así fue desde el comienzo, así es y así será siempre.

La conformación actual de los continentes sigue en proceso de cambio permanente, a pesar de que nosotros no podamos percatarnos de ello fácilmente. La mayoría de estas transformaciones se realizan en tiempos geológicos imperceptibles para la efímera vida humana.

No es posible predecir el desenlace y en caso de que habláramos de él, tan solo podríamos hacer una aproximación a través de los eventos hipotéticos de su génesis y su pasado, basándonos en la geología, la paleontología y la zoogeografía comparativa.

UN LARGO VIAJE A LA DERIVA

La historia de la Tierra es larga y apasionante y la ciencia aún no tiene todas las respuestas para explicarla; hablar de este planeta es, entre otras cosas, hablar de montañas y geoformas que han tenido un papel fundamental en los resultados evolutivos de casi todas las especies.

Podemos comparar la historia de la Tierra con un libro de 5.000 páginas, en el que cada una de ellas equivale a un millón de años y en el que la aparición de la especie humana y todos sus logros no abarcan más que la última palabra de la última hoja del compendio.

La historia geológica es el idioma, la tinta y el material con que se elaboró el libro. Nosotros somos los lectores y los observadores momentáneos de cuatro capítulos sobre la vida, cuyo inicio está en el Paleozoico —Era Primaria— hace 600 millones de años.

Mucho tiempo después de haberse formado la Tierra, con unas características más o menos similares a las actuales, en términos morfológicos y de elementos constitutivos, es decir, con océanos, atmósfera y masas terrestres emergentes, su forma más probable era la de un globo acuático con un único océano —mar de Tethys— y una sola costra macrocontinental a la que se ha denominado el Continente Gigante de Pangea o Continente Mundial.

Hace aproximadamente 100 millones de años, esta gran masa continental empezó a fracturarse por la mitad y se formaron dos grandes secciones llamadas Laurasia y Gondwana. El primero compuesto por lo que actualmente son Asia, Europa, Norteamérica y Groenlandia, y el segundo por Suramérica, África, India, Australia y la Antártica. Estas dos masas comenzaron a separarse físicamente y con ello se aislaron y especializaron sus especies biológicas, de tal suerte que 10 millones de años después, las diferencias entre sus poblaciones eran mayores que las similitudes.

Noventa millones de años atrás, Gondwana empezó a romperse en uno de sus extremos y se desprendió la porción correspondiente a Suramérica. Sus especies biológicas bien primitivas y con elementos totalmente afines a los de África y Australia, iniciaron un largo viaje de deriva en el que poco a poco tomaron un carácter propio. Cientos de siglos después, la Antártica y Australia se desprendieron y finalmente lo hicieron África y la India, cuando apenas empezaba Laurasia a generar un proceso similar de fracturación. En tal sentido, Suramérica fue el primer minicontinente que empezó a derivar y por lo tanto el primero que se aisló de los demás procesos biológicos y genéticos. Millones de años después se haría el contacto de nuestro continente con América del Norte a través del istmo centroamericano y se darían los procesos de intercambio genético más fuertes de toda la historia viviente del planeta, los cuales ocasionaron, no solo interesantes formas de adaptabilidad, sino de extinción masiva de especies. Este fue el inicio del gran colapso de la vida primitiva suramericana.

UN CONTINENTE POBLADO POR DINOSAURIOS

Cuando la vida empezó a surgir de las entrañas del océano durante el Precámbrico —período de la era primaria, que terminó hace 580 millones de años—, ésta se limitaba a pequeños seres invertebrados, cuyo entorno estaba limitado solamente al medio marino. En ese momento Pangea no era más que un conglomerado de islas con una intensa actividad volcánica. Doscientos millones de años más tarde, a comienzos del Devónico, se inicia en forma contundente el levantamiento de la corteza terrestre, al tiempo que algunos de estos primeros invertebrados abandonan el mar e inician su adaptación al medio terrestre, el cual empezó a verse salpicado de pequeños parches de vegetación arbórea; surge entonces la familia de los insectos.

Las primeras montañas se modelan durante el período Triásico hace 225 millones de años —Era Secundaria— y con ellas aparecen los primeros desiertos y en algunos sectores del Continente Mundial se manifiestan claramente grandes extensiones de bosques densos de coníferas —pinos—, mientras empiezan a disminuir los bosques de helechos gigantes. En este momento se inicia el predominio de los primeros dinosaurios diminutos —no más grandes que una gallina mediana—; el macrocontinente alcanza el 15% de la superficie del planeta y empieza su resquebrajamiento en dos mitades —Laurasia y Gondwana—.

Durante el período Jurásico —hace 180 millones de años— aparecen los primeros pájaros y se da un desmesurado aumento del nivel de los océanos que avanzan nuevamente sobre los suelos ya consolidados por la actividad volcánica, los plegamientos y algunas fallas de gran magnitud que habían dado origen a varias cadenas montañosas en el territorio de lo que después serían Europa y Asia.

A comienzos de la Era Terciaria —durante el Paleoceno, es decir 70 millones de años atrás— se manifiesta una reacomodación de la Placa Tectónica y surgen más formaciones montañosas que en los Períodos y en las Eras precedentes. Es el momento en que el subcontinente suramericano empieza a desprenderse de Gondwana e inicia su gran peregrinaje precoz por la vastedad del océano, que en aquel entonces cubría más del 80% de la superficie del planeta. Surge entonces una competencia entre los grandes dinosaurios que se habían dispersado por todas las masas continentales en miles de especies diferentes y los mamíferos que empezaban a ganar espacio mediante una cruenta lucha por sobrevivir. Posteriormente se extinguieron los dinosaurios, esos enormes seres cuyo nombre proviene del griego deinós (terrible) y sauros (lagarto).

Los temibles lagartos, cuyos tamaños iban desde una talla inferior a la de una gallina, hasta los 35 metros de altura, no pudieron sobrevivir para el Terciario, al inicio del período Cenozoico —hace 65 millones de años—. Sin embargo, la isla de Suramérica llegó a soportar un gran número de estas especies divididas en dos grandes órdenes: los Ornitisquios —picos con dientes—, caracterizados por sus prominentes y agudas mandíbulas parecidas a las de las aves, con dientes afilados, de dos o cuatro patas, pelvis de ave y en su totalidad reptiles voladores y los Saurisquios —con pelvis de lagarto o reptil—, patas delanteras muy cortas, de tres dedos y dientes afilados; todos fueron carnívoros.

Alcanzaron un gran tamaño antes de su extinción y por los registros fósiles hallados durante el presente siglo, sabemos que nuestro continente albergó dinosaurios como el Estegosaurio —lagarto de cresta alta sobre todo su lomo—, el Anquilosaurio —de cresta baja—, el Triceratos —de tres cuernos—, los Tiranosaurios Rex —bípedos carnívoros— y los Brontosaurios —cuadrúpedos de gran tamaño y robustez—, entre otros tantos.

En Suramérica como en el resto de los continentes, con la desaparición de estos temibles lagartos se inicia un proceso de oferta de nichos ecológicos que son rápidamente retomados por otros tipos, subtipos, clases, órdenes, familias y géneros de animales. No obstante, ningún competidor posterior fue tan adaptativo en la toma de estos espacios como la clase de los mamíferos.

Como su nombre lo indica, los mamíferos alimentan a sus crías con leche segregada de su propio cuerpo y los amamantan durante el tiempo que sea necesario para criarlos. Son de sangre caliente, con los cinco sentidos muy desarrollados, un corazón con cuatro cavidades y un cerebro altamente evolucionado y especializado. Muchas de estas características estaban ausentes en los desaparecidos reptiles.

Los mamíferos suramericanos, separados de su tronco original desde muy temprano, tuvieron una serie de particularidades especiales que los hicieron diferentes respecto de los del resto del Continente Mundial que iniciaba una fracturación en su porción más austral —norte—. En efecto, este nuevo orden de especies animales, a medida que se iba distribuyendo por todo nuestro continente y se especializaba por la vasta gama de ecosistemas posibles del Neotrópico, se aislaba más y más de los eventos genéticos de Laurasia; ésta conservaba su unidad y desarrollaba procesos más rápidos de evolución, que se diferenciaban de los nuestros, a tal punto, que cuando Norteamérica y Suramérica finalmente se unieron a mediados del Plioceno —5.2 millones de años—, los del norte contaban con una fisiología o funcionamiento del organismo mucho más avanzado y moderno que el de los nuestros, considerados muy primitivos y con pocas oportunidades de competir, en la mayoría de los casos.

Parte de la diferencia tan marcada que se establecía entre los del norte y los del sur, dependía de que en el norte se encontraba un altísimo número de especies vivíparas plenas, es decir, aquellas cuyo embrión era de desarrollo intrauterino y, por lo tanto, filogenéticamente más modernas; mientras que en el sur, la mayoría de los mamíferos eran ovíparos —que ponen huevos— o mamíferos marsupiales —que terminaban el proceso de desarrollo de las crías dentro de una bolsa ventral en la madre—.

Esta circunstancia determinó que el choque zoológico fuera desgarrador e inequitativo para nuestros mamíferos, que en un alto porcentaje eran marsupiales como los canguros australianos. Fue una de las extinciones más absolutas y masivas después de la desaparición de los dinosaurios, aparentemente extintos por factores no biológicos, como en el caso de Suramérica, sino astronómicos, posiblemente por el choque de un gran meteorito, o por la colisión de un gran satélite lamado Némesis, con la Tierra.

Como resultado de este choque genético entre dos reinos altamente diferenciados —Neotrópico y Neoholártico o Sudamérica y Norteamérica—, es decir del intercambio genético entre animales primitivos con especies más evolucionadas, se produce la ruina de la gran mayoría de nuestras raras especies que habían soportado los avatares de la más estrecha competencia ecológica, en un complejo mosaico de ambientes diversos.

Sin embargo, no todo fue malo y catastrófico. A pesar de las extinciones masivas, el Neotrópico llevó la mejor parte, ya que muchos de los animales menos primitivos —y algunos muy primitivos subsistieron para quedarse aquí— y otros muchos de Norteamérica llegaron y se adaptaron fácil y rápidamente en estas nuevas tierras llenas de oportunidades, que actuaban como una gran malla atrapando animales e incrementando así la diversidad en especies y en genes. Por tal motivo, los especialistas consideran que la riqueza y la diversidad biológica de Colombia no solo puede ser entendida por nuestra posición geográfica privilegiada, sino también y en particular, por una circunstancia poco estudiada: nuestro complejo historial geológico y las particularidades de un viaje que duró más de 65 millones de años desde África y Australia hasta Norteamérica y que durante su proceso de marginalidad y aislamiento, como una gran isla, dio lugar a órdenes, familias y géneros de animales extravagantes y de gran rareza e importancia, que en parte se fundieron con especies que venían de Laurasia a través de Norteamérica.

EL NEOTRÓPICO SE ENFRENTA A UN CAMBIO BIOLÓGICO


El Neotrópico —uno de los sinónimos más entendibles del continente suramericano y parte de Centroamérica— es una de las regiones más singulares del planeta. Su existencia está ligada al surgimiento del istmo centroamericano durante el final del Plioceno y comienzo del Pleistoceno hace 5.5 millones de años, y marca también el surgimiento de un puente biológico entre dos mundos altamente diferenciados —Norte y Suramérica—.

Para entender la historia del Neotrópico —en su concepción más amplia—, debemos basarnos ante todo en una disciplina que desentrañe los datos del pasado biológico del suelo terrestre y marino. Por un lado tenemos la paleontología —tratado de las especies animales y vegetales desaparecidas y cuyos restos son fósiles— y la zoogeografía que es el estudio de la distribución de la fauna en los diferentes medios geográficos del planeta. Ambas disciplinas nos dan evidencia del tipo de fauna que teníamos antes del establecimiento del puente biológico, pero ante todo de la extraordinaria rareza de estos animales.

Tal vez nunca nos hemos preguntado ¿Por qué en nuestras sabanas extensas y diversas no se encuentran manadas y rebaños, como ocurre en África o Australia? ¿Por qué no tenemos megafauna —grandes mamíferos herbívoros—, como la que se encuentra en las praderas africanas, a pesar de que tienen proporcionalmente igual extensión? ¿Por qué en Suramérica, a diferencia de lo que ocurre en otros continentes, predominan los animales con cola prensil, independientemente de que se trate de géneros y familias totalmente diferenciadas? ¿Qué semejanza presentan el cuerpo de un tapir, un chigüiro y un pecarí y qué relación tiene esto con nuestro continente? Estos y muchos otros interrogantes surgen diariamente para el investigador avezado de nuestras especies actuales y mayores aún cuando se trata de los restos fósiles de la extinta fauna, que inicia cambios abruptos en el mismo instante en que nos unimos a Norteamérica.

Suramérica, y en un sentido más amplio el Neotrópico, posee la selva húmeda tropical más extensa y continua del mundo y esto determina que muchas de sus especies animales estén ampliamente adaptadas desde siempre a dos variables predominantes: agua y árboles —por lo menos para la Amazonia y el Chocó Biogeográfico, dos de los enclaves selváticos más importantes de la región—. Así, gran parte de esta fauna es nadadora o trepadora de árboles.

Quizás una de las mayores virtudes de nuestra fauna selvática se basa en el hecho de que muchas especies están ampliamente adaptadas para sobrevivir en este medio de los árboles y los caudalosos ríos que podrían convertirse en infranqueables barreras para la dispersión biológica de las especies. Por tal motivo, una gran cantidad de especímenes llevan consigo colas largas y prensiles que actúan como un quinto miembro sujetador que aparece en géneros, familias y especies genéticamente diferentes. Basta observar la totalidad de nuestros primates, como el mono araña, el cotudo o aullador o el cariblanco, un roedor como el puercoespín, un desdentado como el oso hormiguero —el sedoso, angelito o la tamandúa—, o un carnívoro como el kinkajú, todos ellos con cola prensil para poder asirse de las ramas de los árboles. No menos singular resulta la existencia de membranas interdigitales para poder nadar, como las que presentan muchas especies de roedores, o incluso el único marsupial nadador del planeta.

Esta característica tan inusual en otros continentes del mundo y presente en el suramericano, en grupos genéticamente distintos, es lo que los especialistas llaman Evolución Convergente; es decir, la habilidad que tienen las especies para adaptarse en forma positiva, a través de la selección natural, a las condiciones particulares o medios específicos con propiedades morfológicas iguales, a pesar de que estas especies no tengan ningún tipo de relación genética entre sí. Algo similar ocurre cuando comparamos un tapir, un pecarí y un chigüiro, en términos de las formas y el modelamiento de sus cuerpos, en los que se destacan morfologías cuadrúpedas de lomos redondeados y ancas bajas cuyo propósito es el desplazamiento por el sotobosque de la selva. Igualmente podría pensarse de algunos cazadores de insectos, un régimen alimenticio altamente especializado que supone una relación muy estrecha con el medio selvático —por ser la mayor fuente de hojas de diversos tipos, texturas y sabores— como también con el medio sabanoide, un hábitat altamente apetecido por insectos tales como hormigas, termitas y otros de tipo no volador, que demandan de la diversidad de gramíneas y herbáceas propias de estos biomas. En tal sentido, los equidnas —especie de topo insectívoro— y los osos hormigueros como el palmero o la tamandúa, poseen una larga lengua pegajosa y fuertes garras cavadoras que permiten suponer que la adaptación a una misma forma de vida produce convergencias anatómicas del mismo grado en animales muy distintos.

El Neotrópico presenta una altísima biodiversidad, pero con muy pocos ejemplares de cada especie. Esta característica es opuesta a la de muchos de los países del continente africano o de las praderas y bosques canadienses o norteamericanos donde, a diferencia de los promedios de las selvas suramericanas —350 especies arbóreas por hectárea—, en esos lugares no sobrepasa las cuatro o cinco especies por hectárea, aspecto característico de los bosques homogéneos. Lo mismo ocurre con nuestros ecosistemas y la gran variedad de nichos ecológicos.

América del Sur presenta una curiosa particularidad, sobre la cual hay pocos estudios, relacionada con el hecho de que teniendo extensiones amplias y generosas de biomas herbáceos y estepas arbustivas como las pampas y el chaco sureño, el cerrado brasileño o los llanos de Colombia y Venezuela, algunos de estos con marcado régimen estacional, estas sabanas se encuentren «despobladas» de grandes rebaños herbívoros, a diferencia de las africanas, australianas, eurasiáticas o las norteamericanas.

Actualmente contamos con algunas manadas de chigüiros al norte —los roedores más grandes del mundo—, algunos pequeños grupos de venados coliblancos —5 ó 6 a lo sumo— en casi todas las praderas herbáceas, uno que otro oso hormiguero y algunos pequeños grupos de aves corredoras al sur, parientes lejanas de las avestruces australianas, llamadas ñandúes; estas sabanas, sin embargo, están actualmente pobladas por herbívoros domesticados, traídos por el hombre colonizador; especialmente ganado vacuno y caballar.

Pero esta condición no fue siempre así. Antes del establecimiento del puente biológico entre las dos Américas, nuestras sabanas estuvieron densamente habitadas por múltiples especies, incluso en rebaños y grandes manadas. Especies raras, desconocidas para el común de la gente, que a través de fósiles recuperados desde el siglo pasado enriquecieron considerablemente las teorías evolucionistas de Darwin.

Entre la fauna fósil extinta encontramos gigantescos ungulados, perezosos de tierra, tan grandes como un elefante, caballos salvajes más pequeños que los actuales y no mayores que un burro, poderosos marsupiales, armadillos enormes con colas acorazadas de cuernos —Glyptodonte—, carnívoros descomunales como el tigre diente de sable y enormes megaterios con la apariencia de osos grises con largas y afiladas garras.

Pero quizá, uno de los que más poderosamente ha llamado la atención de los científicos es el descendiente del Moeritherium, antepasado del elefante actual. Llamado comúnmente Mastodonte de Alagosi, por haber sido encontrado en 1928 en el lugar del mismo nombre en las cercanías de Lima, Perú. El mastodonte, parecido al elefante africano pero mucho más grande y peludo, con grandes y curvados colmillos, dominó vastas extensiones de Suramérica y establecía bandas cuyos hábitos sociales eran parecidos a los de los paquidermos —los elefantes actuales—.

Una de las mayores particularidades encontradas por paleontólogos y arqueólogos es la de una asociación recurrente entre los restos fósiles de estos animales y el armamento y la utilería elaborados por nuestros primeros cazadores y recolectores en el continente. Tal circunstancia determina, no solo la convivencia hombre–megafauna para finales del Pleistoceno —20.000 años atrás—, sino la razón principal de su extinción, a manos humanas, después de haber podido, inexplicablemente, sobrevivir al colapso biológico norte-sur.

Junto al mastodonte, testigo incomparable de la época de las glaciaciones, el hombre primitivo americano conoció, posiblemente, al temible Thylacosmislus, predador de gran consideración, conocido también con el nombre de «tigre dientes de sable», que ha suscitado mucho interés entre los científicos que tratan de determinar si era un carnívoro o más bien un hematófago —chupador de sangre—.

Otro poblador de las sabanas suramericanas fue el terrible Phororhacos o ave terrestre como el avestruz, de cuello corto muy robusto y vigoroso pico, con garras enormes tipo rapaz, que podía llegar a tener una altura de 1.50 ó 1.80 metros.

Todos estos animales se hicieron presentes en algunos de los altiplanos andinos, ya constituidos cuando el hombre americano irrumpió en nuestro continente. De hecho, la mayor cantidad de los registros fósiles de mamut asociado a la presencia humana se encuentra documentada en la Sabana de Bogotá, donde expertos arqueólogos dedicados al estudio del período cultural Paleoindio, han venido desentrañando una de las más singulares historias de nuestros ancestros más tardíos.

GÉNESIS Y FORMACIÓN DE MONTAÑAS

Pocas cosas llaman tanto la atención del hombre como una montaña; frente a ella sentimos un impulso enorme por surcarla, por apoderarnos de la cumbre, quizás como un acto simbólico para alcanzar el cielo o simplemente para mirar la inmensidad del espacio o el difuso horizonte que desde la cima ensancha nuestro espíritu. Ese deleite es comparable apenas con los interrogantes que despiertan estas formaciones en los geólogos y en quienes pueden leer en la estratigrafía la historia del mundo.

La mayoría de los nueve continentes están surcados por montañas de gran tamaño. Gracias a la tecnología satelital, se puede comprobar la relación espacial que tienen en el contexto geomorfológico de la Tierra; un gran número de formaciones lineales, como el complejo Rocosas–Andes, ocupan las márgenes de las masas continentales. Todas las cadenas montañosas tienen en su estructura geológica evidencias de fallas y plegamientos; en otros casos presentan una conformación más o menos homogénea que evidencia su origen tectónico y volcánico.

Para comprender la orogenia de las montañas, sierras y serranías, es indispensable describir el proceso que se manifiesta en el principio de la isotasia, es decir en el proceso mediante el cual la compresión horizontal de sedimentos, ejerce múltiples efectos de contracción y dilatación de la corteza terrestre.

Este principio es aplicable al proceso de formación de un geosinclinal, como el que caracteriza toda nuestra costa Pacífica. En Colombia, los suelos de las principales montañas se escurren por efecto de las lluvias que transportan grandes volúmenes de sedimentos. Estos son transportados de riachuelo a quebrada y de quebrada a los ríos afluentes, que a su vez conducen sus aportes en mayor o menor volumen a las cuencas marítimas. Dichos sedimentos pueden adquirir, con el paso del tiempo, cientos de metros y formar capas sucesivas de lodos, arcillas e incluso estructuras más sólidas, que van generando procesos de compactación y compresión horizontal y vertical sobre dichas cuencas. Esta acumulación progresiva, con un espesor de material de más de 15.000 m, se precipita hacia el fondo de la corteza marina u oceánica, generando el geosinclinal, caracterizado por fajas paralelas de distintos compuestos, que incluso puede arrastrar y combinar materiales arrecifales en el momento del hundimiento.

Después de los 15.000 m de sedimentación acumulativa, el geosinclinal pasa por un proceso de licuefacción y en la medida en que estos materiales se dirigen hacia el núcleo de la tierra, se van incorporando al manto magmático debido a las altas temperaturas, superiores a los 1.000 °C. Cuando los aportes del geosinclinal son masivos, acumulan presiones muy fuertes que inducen a que el magma fluya hacia arriba en busca del equilibrio volumétrico y el equilibrio de las cortezas oceánicas o terrestres que flotan sobre el magma. Este material ascendente, cuya masa puede tener hasta cien kilómetros cuadrados, es conocido con el nombre de batolito y está compuesto por rocas ígneas que indican que la fusión de material rocoso se precipita a la superficie terrestre o marina y se enfría a partir de los 750 °C.

A medida que aumenta la presión sobre el fondo magmático, aumenta también la compresión lateral de las rocas expulsadas o batolitos, lo cual origina la expansión de la corteza por el punto de expulsión e inicia el proceso de su levantamiento, lo que a su vez genera el nacimiento de una montaña.

Las montañas, sierras, serranías o cerros aislados tienen en su parte interna, por lo general, material menos denso que se precipita hacia abajo, dejando así las rocas más densas sobre la superficie. Este fenómeno físico permite el equilibrio morfológico de la costra continental y oceánica sobre el magma incandescente.

A su vez, las fracturas o resquebrajamientos generados por la presión y compresión lateral ocasionan fallas de corrimiento y erupciones que producen algunas veces escapes de fluidos magmáticos, los cuales sueldan las fallas entre sí y los diferentes bloques pétreos de composición y origen diferenciados. De esta forma se presentan los anclajes de las cadenas montañosas o de los continentes, que compensan la pérdida constante de materiales geológicos que se sumergen hacia el manto, o la pérdida de los suelos que por procesos de erosión escurren hacia las cuencas oceánicas. Todo este proceso de formación y nacimiento de las montañas se denomina orogénesis.

Hay, sin embargo, otro tipo de montañas, serranías o cerros que no siguen el patrón anterior, sino que son el resultado de procesos abruptos y rápidos de origen volcánico.

Por lo general, las cadenas volcánicas no bordean los continentes y pueden ser el primer paso en el desarrollo de un nuevo continente. Para tal efecto, deberán desarrollarse sucesivas fajas paralelas de volcanes y formar una masa mayor de tierra firme que inicie sus propios procesos de erosión y sedimentación. Estos conglomerados volcánicos se hallan más próximos al centro de las placas y no muestran patrones lineales como es el caso de la orogénesis por factores de compresión de un geosinclinal.

Un claro ejemplo de lo que podrá ser dentro de algunos siglos una nueva cordillera o un nuevo continente, lo encontramos en Hawaii, constituido por un archipiélago cuyas islas de origen volcánico empiezan a juntarse entre sí, definiendo un relieve abrupto en un lapso geológico reducido.

Mucho se ha escrito sobre la teoría de la deriva continental; movimientos, desplazamientos y procesos de flotabilidad de los continentes sobre el núcleo de la tierra. Las montañas, sierras y serranías son parte vital de este ciclo que se inicia con la movilidad de la corteza con sus diferentes conjuntos terrestres emergentes y submarinos, la colisión de masas y su tolerancia a apilarse sobre los bordes de los conjuntos, lo que produce la formación de montañas y fosas que a su vez desarrollan procesos de erosión que arrastran sedimentos y cargas de material; estos se acumulan poco a poco hasta fracturar la corteza y generar su hundimiento hacia las profundidades de la masa incandescente, la cual busca nuevamente subir a la superficie por efecto de la presión, dando origen a montañas, sierras y serranías que son la expresión más palpable de la influencia geológica que tiene la vida en nuestro planeta.

Esta teoría respecto a la de enfriamiento paulatino y contracción del geoide terrestre, parte de la idea de que la Tierra se está calentando y, por ende, tiende a expandirse por la dilatación de las capas superficiales de la corteza, lo cual, entre otras cosas, genera la formación de nuevos procesos de orogénesis y subducción.

 
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