Por
clima se entiende el estado del tiempo atmosférico,
es decir, de las condiciones metereológicas –
lluvia, humedad, temperatura, viento, nubosidad, brillo
solar – en un determinado lugar y durante un lapso
de tiempo. La máxima escala temporal que se puede
considerar es 4.600 millones de años. La edad de
muestro planeta, período en el que el clima ha
experimentado muchos cambios significativos que han influido
en la evolución de las formas de vida y su distribución
sobre la vida terrestre. Los cambios del clima –
oscilaciones climáticas globales – medidos
a una escala de un año, que es la que generalmente
se adopta para caracterizar las variaciones del tiempo
atmosférico, siguen un ciclo más o menos
uniforme denominado estacionalidad climática. A
escala de un día, también se aprecian ciclos
del tiempo atmosférico, particularmente en las
regiones tropicales, donde las variaciones térmicas
entre el día y la noche suelen ser mayores que
la diferencia entre los promedios de temperatura del mes
más frío y del más cálido.
El
clima global ha experimentado constantes variaciones en
el transcurso de millones de años y las propiedades
de la atmósfera se han transformado unas veces
periódica y otras esporádicamente. Las causas
han sido muy complejas; algunas tienen su origen fuera
del planeta y otras son netamente terrestres. Entre las
primeras se destacan los cambios en la emisión
de energía solar y las variaciones en la órbita
de la Tierra, aspecto que hace que la cantidad media de
radiación que recibe cada hemisferio fluctúe
a lo largo del tiempo geológico y cause pulsaciones
glaciares a modo de veranos e inviernos de largo plazo.
Algunos eventos fortuitos como los impactos de grandes
meteoritos también pueden desencadenar transformaciones
importantes.
Entre
los fenómenos terrestres, los más relevantes
son los cambios en la disposición de los continentes,
las alteraciones en la dirección e intensidad de
las corrientes oceánicas y el levantamiento de
las cordilleras; igualmente importantes son las modificaciones
en la composición de gases de la atmósfera,
que pueden darse por aumento generalizado de la actividad
volcánica, o como consecuencia del empleo desmedido
de combustibles fósiles y aerosoles en las sociedades
modernas.
Las
variaciones ambientales, como la estacionalidad climática
que ocurre en algunos lugares del trópico, son
las que determinan la fisonomía característica
del bosque seco tropical.
ESTACIONALIDAD
TÉRMICA VERSUS
ESTACIONALIDAD HÍDRICA
La
rotación de la Tierra sobre sí misma cada
24 horas, la inclinación de su eje de 23,5°
con respecto al plano ecuatorial y la órbita que
describe alrededor del sol cada 365,24 días, son
los principales causantes de la estacionalidad. Sin embargo,
pocos de nosotros somos concientes del significado que
tienen los flujos de energía para la vida sobre
el planeta, mientras que para el hombre del pasado los
ritmos periódicos de calor y frío, de lluvia
y sequía, de noche y día, fueron motivo
de fascinación.
El motor fundamental que impulsa la vida sobre la Tierra
es la energía emanada por el sol, que desde hace
millones de años es interceptada por la atmósfera
terrestre luego de recorrer en escasos ocho minutos la
distancia que separa ambos cuerpos. La curvatura de nuestro
planeta hace que el ángulo de incidencia de los
rayos sea diferente en cada sitio y que la energía
interceptada por la capa superior de la atmósfera
varíe en intensidad; únicamente las zonas
cercanas a la línea ecuatorial reciben la insolación
perpendicularmente, el resto lo hace de manera oblicua,
por lo que la energía se hace más difusa.
El
polo norte recibe una explosión solar, diaria de
24 horas durante junio, época en que su insolación
es mayor que en las regiones ecuatoriales, que sólo
reciben la mitad; en diciembre es el Polo Sur el que recibe
la mayor insolación, en tanto que el hemisferio
norte pierde más energía de la que obtiene,
hacia el espacio, lo que produce un déficit en
el balance anual. Entre la línea ecuatorial y los
trópicos de Cáncer y Capricornio, cuyos
paralelos se encuentran a los 23,5° de latitud norte
y sur respectivamente – valor que coincide con el
ángulo de inclinación del eje de la Tierra
con respecto al plano ecuatorial –, se encuentra
la porción del planeta denominada región
tropical, donde ocurren al año dos períodos
de máxima insolación llamados equinoccios.
La
desigualdad en la recepción de energía desde
el ecuador hacia los polos es la causa primordial del
movimiento de los océanos y la atmósfera
que se comporta como una gigantesca máquina de
calor impulsada por las diferencias en insolación
entre un lugar y otro. Una particularidad de la recepción
latitudinal de la insolación, es que las máximas
temperaturas registradas sobre la superficie del planeta
no ocurren en el ecuador, si no en los trópicos
de Cáncer y Capricornio. La migración aparente
del sol vertical cuando pasa por el ecuador es relativamente
rápida, pero a medida que se aproxima a los trópicos
se hace más lenta; entre los 6° de latitud
norte y sur, los rayos solares permanecen verticales sólo
durante 30 días en cada uno de los equinoccios
entre primavera y otoño, pero entre los 17,5°
y 23,5° de latitud los rayos caen casi perpendicularmente
durante 86 días consecutivos en la época
de solsticio.
Las
estaciones se presentan tanto por la evaluación
periódica de los rayos solares sobre el horizonte,
como por la diferente duración de los días
a lo largo del año. Las estaciones son una respuesta
a los cambios en la altitud del sol, o sea la diferencia
de ángulo entre el horizonte y el sol cuando éste
se encuentra en el cenit – 12M – y a la duración
cambiante del día; únicamente en la línea
ecuatorial del día y la noche tienen la misma duración
a lo largo del año, mientras que a 40° de latitud
– Nueva York y Madrid – existen seis horas
de diferencia entre el día más largo y el
día más corto. Cuando los días son
más largos, la insolación es mayor y la
temperatura del aire es más elevada, por lo que
se produce el verano térmico; en contraste, durante
el invierno térmico los días son más
cortos, la insolación es mayor y la temperatura
del aire desciende.
La
percepción de estacionalidad térmica es
más obvia para los habitantes de latitudes templadas
debido a los cambios en la duración de los días
y en la temperatura a lo largo del año: tales cambios
son poco apreciables en la región tropical y pasan
inadvertidos cerca del ecuador. En las latitudes tropicales
es la precipitación la que presenta un claro patrón
estacional, es decir, se manifiesta una estacionalidad
hídrica, por lo que los habitantes de las regiones
tropicales se refieren al periodo de mayor frecuencia
de lluvias como invierno y al de menor frecuencia de éstas,
como verano. Paradójicamente, rara vez coinciden
las estaciones térmicas e hídricas del mismo
hemisferio. Durante el invierno térmico del hemisferio
norte ocurre generalmente el verano hídrico en
la región tropical de dicho hemisferio y viceversa.
Las
áreas de baja presión se caracterizan por
la formación de lluvias convectivas, que son producidas
por el ascenso del aire caliente y su consecuente condensación
al bajar la temperatura a mayor altitud. La estacionalidad
hídrica de los trópicos obedece a la migración
latitudinal de un cinturón de baja presión
en el que confluyen los vientos alisios originados en
ambos hemisferios; este cinturón de baja presión
es conocido como Zona de Convergencia Intertropical o
ecuador climático, cuya posición sólo
ocasionalmente coincide con la del ecuador geográfico,
puesto que se desplaza de norte a sur y viceversa, a lo
largo del año, siguiendo el paso aparente del sol
por el cenit. De acuerdo con este patrón, en la
región ecuatorial no se presenta una estacionalidad
hídrica debido a que las lluvias son constantes
durante todo el año, fenómeno que explica
la ausencia de bosques secos tropicales en dichas latitudes;
en la zona comprendida entre los 3° y 10° de latitud,
en ambos hemisferios se presentan dos estaciones secas
y dos lluviosas, por lo que se habla de un patrón
bimodal de lluvias, en tanto que entre los 10° y 23,4°
de latitud ocurre sola una estación lluviosa o
unimodal que coincide con el solsticio de verano. Este
esquema general de distribución de la precipitación
en relación con la latitud puede verse modificado
por la presencia de montañas o, en las zonas costeras
por la influencia de corriente marinas frías. En
ambos caos, el régimen de temperatura y el movimiento
de las masas de aire pueden experimentar alteraciones
de consideración.
LA
TEMPERATURA, EL
AGUA Y LAS
PLANTAS
El
agua desempeña un papel fisiológico fundamental
para la vegetación, debido a que las plantas no
pueden desplazarse; por el contrario, los animales pueden
moverse en busca del preciado líquido, pero dependen
en buena medida de la temperatura y se dividen en organismos
de sangre fría o poikilotérmicos, cuya temperatura
corporal depende de la del ambiente y por lo tanto cambian
en la medida que éste lo hace y organismo de sangre
caliente u homoiotérmicos, que mantienen una temperatura
relativamente constante.
Las
plantas son poikilotermas y sólo en los momentos
de altísima insolación que se presentan
en los trópicos, se pueden apreciar pequeñas
diferencias entre su temperatura y la del ambiente, como
una respuesta fisiológica al calor excesivo. Por
el contrario, la relación de las plantas con el
agua es tan compleja como la de los animales con la temperatura,
por lo que debe distinguirse entre plantas con hidratación
variable o poikilohídricas y plantas con hidratación
constante u homoiohídricas.
El
protoplasma – líquido y organelos que contienen
las células – es fisiológicamente
activo solamente cuando la planta se encuentra hidratada
o «hinchada» de agua; si la célula
pierde líquido en exceso, ésta pasa a un
estado de vida latente, o muere. Las plantas poikilohídricas,
entre las que se encuentran las bacterias, las algas,
los hogos y los líquenes, al estar en contacto
permanente con el agua o en una atmósfera saturada
de humedad, tienen un protoplasma hidratado casi al máximo
y activo, en tanto que la hidratación de las células
de las plantas que se encuentran en ambientes secos, depende
de la humedad del aire y en una atmósfera seca
se deshidratan y entran en fase latente, sin que necesariamente
mueran, si la sequedad no se prolonga por mucho tiempo
– varios meses o incluso más de un año
–; a estas plantas se les suele llamar también
reviviscentes.
Las
células de las plantas homoiohídricas se
caracterizan por poseer una gran vacuola central capaz
de almacenar agua y cuando el protoplasma la pierde, la
vacuola transfiere líquido a éste, hasta
tanto prevalezcan las condiciones de sequedad del aire,
de manera que en la concentración de agua entre
el protoplasma y la vacuola se mantiene en equilibrio;
de este modo el grado de hidratación de la planta
no depende directamente de la humedad del aire circundante.
Esta estrategia fisiológica, desarrollada durante
el proceso evolutivo de los vegetales al pasar de la vida
acuática a la vida terrestre, permitió a
las plantas superiores tener cada vez una mejor adaptación
a condiciones en las que el agua no está siempre
disponible, incluso a vivir en lugares en que casi nunca
lo está, como es el caso de las zonas áridas.
En los musgos, estos mecanismos no están desarrollados
por completo, por lo que continúan dependiendo
de hábitats muy húmedos; también
los helechos, cuyo sistema de flujo de líquidos
es aún primitivo, evitan los lugares secos. Algunas
especies de musgos y helechos que han logrado colonizar
zonas secas y semidesérticas, tuvieron que recurrir
a la forma de vida poikilohídrica para soportar,
en estado latente, las prolongadas sequías. Estas
especies se volvieron resistentes mediante la reducción
del tamaño de sus células y de su vacuola,
para evitar la deformación y el daño del
protoplasma cuando éste se deshidrata.
LA
TRANSPIRACIÓN, UN
MAL NECESARIO
Las
plantas pierden agua en forma de vapor a través
de los estomas, pequeños poros en la epidermis
de las hojas, que pueden abrirse o cerrarse de acuerdo
con las circunstancias; una cantidad casi despreciable
se pierde también a través de la superficie
del tronco y las ramas. El proceso de transferencia de
agua de plantas a la atmósfera es conocido como
transpiración. La pérdida de líquido
de una planta, es decir su tasa de transpiración,
depende de la luminosidad, la temperatura, la humedad
relativa del ambiente, el viento, y el suministro de agua.
Más del 90% del agua que es absorbida del suelo
es transpirada y solamente una fracción muy pequeña
– menos del 1% – se incorpora a la biomasa,
es decir, pasa a formar parte de los tejidos de la planta.
El
potencial hídrico de una planta está determinado
por la humedad del suelo que suministra agua y por la
transpiración que controla la pérdida de
ésta. Los estomas que regulan el intercambio gaseoso
de la planta, generalmente se abren en la luz y se cierran
en la oscuridad; su apertura y cerramiento dependen de
la cantidad de agua del suelo y de la humedad relativa
del aire; si los estomas no se abren para permitir la
transpiración, el dióxido de carbono necesario
para la fotosíntesis
y formación de tejidos no penetra. En promedio
se encuentran 10.000 estomas por centímetro cuadrado
de superficie foliar, aunque algunos árboles caducifolios
pueden tener diez veces más.
El
agua transpirada permite el enfriamiento de la planta
debido a la capacidad del vapor para transportar el calor.
La vegetación toma del suelo a través de
las raíces, cantidades considerables de agua que
contiene sales minerales disueltas y de esa manera obtiene,
además del líquido, nitrógeno, fósforo,
azufre y los iones minerales necesarios para su nutrición.
En
la época de sequía, a medida que el suelo
pierde humedad, la tasa de transpiración disminuye
y se genera una reducción en el potencial hídrico
de las hojas, lo que a su vez hace que las células
se deshinchen o pierdan turgor y se cierren los estomas.
Cuando una planta, obligada por la sequía cierra
sus estomas, limita su transpiración, pero a la
vez deja de alimentarse; puede decirse entonces, que la
transpiración es un mal necesario.
En
condiciones normales, durante un día la luminosidad
y la temperatura van aumentando hasta el medio día,
al tiempo que disminuye la humedad relativa del aire.
Después, hasta caer la noche, la radiación
solar y la temperatura van disminuyendo, en tanto que
la humedad relativa tiende a elevarse. La transpiración
aumenta paralelamente con la luminosidad y la temperatura,
aunque con cierto retraso, de manera que alcanza su máximo
después de medio día y disminuye a medida
que se eleva la humedad en las horas de la tarde. Tanto
la radiación solar como la temperatura, tienen
un efecto sobre la apertura de los estomas, así
como lo hace el viento, puesto que si viene cargado de
humedad, la transpiración disminuye y si, por el
contrario es seco, ésta aumenta.
Dicha
transpiración es también un mal necesario,
debido que ayuda a mantener la hinchazón o estado
de turgor óptimo, que es requerido para el crecimiento
normal de las plantas. Cuando éstas crecen en una
atmósfera saturada de humedad, presentan un aspecto
suave y carnoso, gracias al mayor alargamiento de sus
células, como resultado de la gran absorción
de agua.
Las
plantas de climas estacionalmente secos están obligadas
a vivir en un permanente conflicto. Por una parte, deben
alimentarse por sí mismas, esto es, absorber el
dióxido de carbono requerido para la fotosíntesis
y obtener del suelo los nutrientes para crecer y producir
las flores y las semillas que garanticen la supervivencia
de su especie; para ello deben mantener sus estomas abiertos
y así permitir la absorción de dióxido
de carbono atmosférico y la liberación de
vapor, lo que obliga a las raíces a succionar más
agua enriquecida con nutrientes vitales para la planta.
Por otra parte, deben evitar la pérdida excesiva
de agua, especialmente cuando la disponibilidad de ésta
es limitada, para lo cual no es conveniente mantener abiertos
los estomas. Por eso han desarrollado mecanismos especiales
para reducir la pérdida de agua por transpiración,
como la caída del follaje de la época de
escasez del líquido, el recubrimiento de las hojas
con sustancias permeables a los gases, pero impermeables
al agua y el engrosamiento de las hojas.
EL
CLIMA Y EL SUELO
El
suelo constituye una delgada capa que cubre la superficie
no sumergida de nuestro planeta, sobre la cual se han
desarrollado todas las comunidades biológicas terrestres;
forma parte integral de todo ecosistema, puesto que suministra
buena parte del alimento y conforma el espacio vital para
la flora y la fauna; en su formación participan,
además de las rocas y los factores climáticos,
los seres vivos.
El
clima a través de sus manifestaciones, especialmente
la lluvia, la temperatura, la evaporación y la
insolación, actúa permanentemente sobre
las rocas superficiales de la corteza terrestre para producir
los constituyentes primarios del suelo. Intervienen entonces
una serie de organismos – bacterias, protozoarios,
hongos, plantas, lombrices y hasta mamíferos y
reptiles – que contribuyen a oxigenarlo y a suministrarle
materia orgánica y minerales. El tiempo también
es esencial para que actúen los efectos acumulativos
en la labor de estos organismos y a la postre generen
suelos con sus características propias y una estructura,
un perfil y una composición química y biológica
definidos.
La
composición de los materiales minerales y orgánicos
que forman los suelos, le dan las características
que determinan su fertilidad, capacidad de retención
y permeabilidad de agua y aire y la facilidad de penetración
de las raíces de las plantas. El color es uno de
los criterios más simples para calificar las variedades
de suelo: la regla general es que los suelos oscuros son
más fértiles que los claros, aunque en algunos,
el tono negro se debe a la materia mineral o a humedad
excesiva, caso en que su color no es un indicador de fertilidad.
Los suelos rojos o castaño-rojizos suelen contener
una gran proporción de óxidos de hierro
que no han sido sometidos a humedad excesiva y, por lo
tanto, su coloración indica que están bien
drenados, no son húmedos en exceso y son fértiles.
Casi todos los amarillos o amarillentos tienen escasa
fertilidad; su color se debe a que los óxidos de
hierro han reaccionado con agua, lo que indica terrenos
mal drenados. Los grisáceos pueden tener deficiencias
de hierro u oxígeno, o u exceso de sales alcalinas.
Las
proporciones de arena, limo y arcilla en los suelos determinan
su textura, la cual tiene gran influencia sobre la productividad
y condiciona, en buena parte, el tipo de vegetación
que puede desarrollarse. Los que tienen un porcentaje
elevado de arena suelen ser incapaces de almacenar agua
y retener nutrientes para permitir el crecimiento de la
vegetación. Los que contienen una proporción
mayor de arcillas y limos son depósitos excelentes
de agua y atrapan minerales que pueden ser utilizados
con facilidad por las plantas. Los muy arcillosos tienden
a acumular un exceso de agua y su textura viscosa impide,
con frecuencia, una aireación suficiente para el
crecimiento normal de la vegetación.
Los
suelos cambian de un lugar a otro. Su composición
química y su estructura física están
determinadas por el tipo de material geológico
del que se originan, por la cubierta vegetal, por la cantidad
de tiempo durante el cual han interactuado los factores
climáticos con la roca, por la topografía
y por los cambios superficiales que resultan de las actividades
humanas. Los llamados suelos zonales son aquellos en los
que el clima y la vegetación son los más
importantes para su desarrollo. En los intrazonales, los
factores locales como el tipo de roca madre, la pendiente
y la acción humana, son los determinantes para
su formación. Los suelos azonales no tienen límites
claramente definidos y no están muy influenciados
por el clima.
El
régimen climático constituido por los rangos
de temperatura, insolación, evapotranspiración
y por las precipitaciones, condiciona en gran parte la
vegetación que se desarrolla en una determinada
zona e igualmente determina el suelo que allí se
desarrolla. Es por esto que la distribución de
los distintos tipos de bosques tropicales, generalmente
corresponde a los suelos zonales donde se encuentran.
EL
SUELO Y LOS BOSQUES
TROPICALES
En
el caso de las selvas lluviosas y los bosques húmedos
tropicales, los suelos zonales correspondientes –
conocidos genéricamente como latosotes –
son por lo genera antiguos y profundos, debido a la pronunciada
meteorización química causada por las latas
precipitaciones; la capa orgánica superficial es
muy delgada y los horizontes o capas inferiores que tienen
poco desarrollo. Al ser arrastrados por el lavado, el
silicio y otros iones, dejan un suelo ácido con
altas proporciones de aluminio y óxidos de hierro,
por lo que usualmente su coloración es rojiza;
bajo ciertas condiciones de lluvia, los compuestos de
hierro se concentran en una capa llamada laterita, por
su apariencia de ladrillo que puede endurecerse y hacerse
impenetrable para las raíces. La descomposición
de la hojarasca es muy rápida debido a las altas
temperaturas y a la humedad, por lo que los materiales
orgánicos del suelo se concentran justo en la superficie
y la mayoría de los nutrientes son retenidos en
la biomasa del bosque.
En
la zona de vida correspondiente al bosque seco tropical,
los suelos zonales son, en principio, similares a los
de los bosques húmedos, aunque tienen a ser más
fértiles, debido a que por la estacionalidad de
las lluvias hay un menor lavado, lo que permite la persistencia
de capas en las que se acumulan arcillas y nutrientes.
En zonas con estaciones hídricas marcadas, los
suelos se hidratan y expanden en las épocas lluviosas
y suelen agrietarse al contraerse en las secas.
Los
bosques ecos tropicales no se desarrollan siempre en suelos
zonales. A veces lo hacen en arenosos de buen drenaje
y ocasionalmente en áreas pantanosas, lo que aparentemente
es paradójico. No debe olvidarse que la vegetación
de bosque seco se desarrolla siempre que las condiciones
del suelo – muy secas o muy húmedas –
sean demasiado extremas para los bosques lluviosos. De
hecho, en algunas áreas cubiertas por bosques secos
podría desarrollarse la selva húmeda si
los suelos retuvieran el agua por más tiempo.