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CAPÍTULO 7

EL FUTURO DEL BOSQUE SECO TROPICAL

 

En el transcurso de la vida sobre el planeta, la distribución geográfica de los bosques ha experimentado cambios significativos. La tendencia general de los últimos 500 años ha sido la disminución de las áreas boscosas, pero fue a partir de la segunda mitad del siglo XX, cuando el proceso se aceleró hasta alcanzar proporciones alarmantes y desde 1960 los bosques de las regiones tropicales, especialmente los secos, son los más afectados. De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), entre 1980 y 2000, la deforestación en los países en vías de desarrollo llegó a ser de 14’000.000 de hectáreas por año; en otras palabras, el área total de bosques destruidos en esos 20 años fue de aproximadamente 280’000.000, cifra que equivale a más de dos veces y media la extensión del territorio emergido de Colombia. En cambio, las áreas de bosque en latitudes extratropicales se mantienen casi invariables desde esa época y en algunos países, como Canadá, tuvieron un incremento cercano al 0,4%.

En África tropical los bosques fueron talados para establecer pequeñas fincas dedicadas a cultivos y pastoreo permanente y se ha generado una lenta y progresiva degradación del ecosistema por la recolección de leña. En América las áreas boscosas son erradicadas para la agricultura y la ganadería extensiva, asociadas a menudo con asentamientos humanos y proyectos de infraestructura. La deforestación en Asia es propiciada por ambiciosos programas de asentamientos humanos, producción maderera intensiva y expansión de la agricultura comercial y migratoria; es en esta región donde ha tenido lugar la mayor transformación de bosques nativos en plantaciones forestales y agrícolas, especialmente de palma de aceite.

La destrucción de los bosques no es sólo un problema ético que genera la extinción de muchos animales y plantas que, tras cientos de miles de años de evolución biológica, deben compartir con el hombre el espacio y los recursos limitados del planeta; sus consecuencias van mucho más allá y deben preocuparnos por cuanto afectan las condiciones de la vida humana y la supervivencia de nuestra especie.

Gran parte de las tierras que se han deforestado para realizar otras actividades productivas arrojan beneficios económicos muy significativos a lo sumo para una, dos o quizás tres generaciones, pero una vez que los bosques secos y húmedos tropicales son cortados y quemados, la mayoría de las tierras no son suficientemente aptas para soportar la agricultura o el pastoreo; se degradan y al cabo de unas pocas décadas parte de ellas se erosionan y se convierte en eriales subdesérticos donde el bosque no es capaz de regenerarse mediante un proceso de sucesión secundaria. Esta situación se hace aún más grave porque son escasas las tierras deforestadas en los trópicos, que permiten una agricultura sostenible.

El futuro de los bosques tropicales depende de que se tome conciencia de su importancia, se adopten las medidas drásticas que conduzcan a impedir su extinción y se generen estrategias que fomenten la ampliación de las pocas áreas que conservan bosques primarios y secundarios.

EL ECOSISTEMA BOSCOSO MÁS AMENAZADO
La importancia de las selvas húmedas del trópico, con respecto a su funcionalidad y a su biodiversidad es indiscutible, así como lo es el hecho de que sobre su integridad se ciernen grandes amenazas; pero los bosques secos tropicales enfrentan una situación aún más crítica. A pesar del alto grado de intervención y transformación de que son objeto, todavía existen grandes extensiones de bosques húmedos de zonas ecuatoriales e intertropicales en la Amazonia, en la costa del Pacífico de Colombia y Panamá, en África occidental y el sudeste de Asia; en cambio los bosques secos tropicales, reducidos a fragmentos aislados y de escaso tamaño, ponen en entredicho su viabilidad a largo plazo y, como es lógico, la de muchas especies de plantas y animales para las cuales es su hábitat exclusivo.

Los remanentes de los bosques secos tropicales y de las formaciones vegetales similares, se han reducido en proporciones alarmantes con respecto a la cobertura que tenían hace apenas un par de siglos. En Centroamérica, los bosques secos no intervenidos de manera significativa están extremadamente fragmentados y su cobertura es de apenas el 2% de la que existía a la llegada de los españoles, cuando se extendían a lo largo de las costas del Pacífico desde México hasta Panamá y ocupaban un área equivalente al territorio de Francia. Las islas del Caribe estaban prácticamente cubiertas por bosques caducifolios; Haití, que en alguna época fue la colonia francesa más rica en maderas preciosas y otros productos del bosque, fue deforestada casi en su totalidad y la caoba, el guayacán, la ceiba y otras maderas finas sirvieron para fabricar muebles que son hoy objeto de admiración en los museos y palacios europeos; otros productos arbóreos sirvieron de leña y los bosques remanentes han dado paso a campos efímeros de cultivo y a asentamientos humanos; los suelos fértiles desaparecieron, al igual que la riqueza; las tierras se erosionaron y perdieron la capacidad de retener las aguas lluvia y, por consiguiente, las avalanchas e inundaciones que dejan a su paso los huracanes y las tormentas tropicales tienen cada vez peores consecuencias.

No es distinta la situación de África y del sudeste de Asia, donde la presión sobre los pocos remanentes de bosque seco es casi imparable y las áreas destinadas a su conservación no existen. En Etiopía, el país del Nilo Azul, los bosques que se extendían sobre el 40% del territorio a finales del siglo XIX, hoy cubren apenas el 4%. En la India, donde se encontraban los más extensos del continente asiático, actualmente no cubren más del 2% del país y su grado de intervención es muy alto.

LA FRAGMENTACIÓN DE LOS BOSQUES
En términos generales, la deforestación conduce a la creación de paisajes fragmentados; es decir, parches aislados de bosque de formas y tamaños variables, rodeados de áreas transformadas para infraestructura, asentamientos humanos, campos agrícolas o potreros para ganadería. La reducción de grandes extensiones de áreas de bosque puede modificar notoriamente el clima y el ambiente físico a nivel local y regional; una extensa cobertura boscosa que es remplazada por campos agrícolas o potreros, genera un incremento en la temperatura, disminuye la evapotranspiración y, consecuentemente, hace que se reduzca la cantidad de lluvias; entonces los suelos pierden su capacidad de retención de agua, se produce mayor escorrentía superficial durante los inviernos y se eleva el nivel de los ríos y las quebradas por encima de lo normal, con lo cual ocurren grandes inundaciones.

Una de las peores consecuencias de la fragmentación de los bosques es la que tiene que ver con la biodiversidad, específicamente con la pérdida o extinción de especies de plantas y animales, aspecto ampliamente estudiado, que dio lugar a una serie de postulados científicos que sirven de apoyo a las decisiones de los gobiernos para lograr la conservación de las especies tropicales.

Desde el punto de vista de la biodiversidad, los ecosistemas fragmentados guardan una gran similitud con los archipiélagos; es decir, se comportan como islas de distintas formas y tamaños, separadas por espacios de agua más o menos amplios; las islas más grandes albergan mayor número de animales y plantas terrestres que las pequeñas; de igual forma, los parches de bosque más extensos alojan más especies de fauna y flora. Esta teoría ha generado una serie de modelos y razonamientos que permiten, hasta cierto punto, hacer predicciones acerca de la cantidad de seres vivos que pueden ser conservados en los remanentes de bosque.

Al fragmentarse un bosque se reduce el hábitat disponible para la fauna y la flora, lo cual provoca la eliminación de las especies que requieren grandes extensiones para mantener una población a largo plazo, con la consecuente pérdida de la diversidad regional; tal es el caso de las guacamayas, los felinos y algunas especies de micos. En los remanentes de bosque, la probabilidad de que una determinada especie permanezca depende de sus requerimientos ecológicos y del tamaño, la forma y el grado de aislamiento del parche. El tamaño mínimo para mantener una población no es el mismo para todas las especies y no siempre puede asumirse que cuanto más grande sea el animal, mayor deba ser el área de bosque que requiere, pues hay algunos de tamaño pequeño que necesitan amplios territorios para sobrevivir.

COMUNIDAD
ÁREA
Colonia de hormigas arrieras 150 m2
Mariposa azul gigante 10 ha
Grupo de micos aulladores 25 ha
Grupo de micos araña o marimondas 150 ha
Grupo de micos ardilla 500 ha
Población de guacamaya escarlata 1.000 ha
Familia de jaguares 5.000 ha
Manada de zainos o pecaríes 10.000 ha
Población de carriquíes o cuervo frutero 10.000 ha



Por otro lado, la fragmentación puede alterar las interacciones entre la fauna y la flora, como ocurre con las aves frugívoras y las plantas que dependen de éstas para la diseminación de sus semillas, o entre abejorros y especies vegetales que los necesitan para polinizar sus flores. Si un remanente de bosque no es lo suficientemente grande para albergar, a largo plazo, una población de determinadas aves frujívoras o de abejorros, o está muy alejado de otras áreas boscosas, la supervivencia de las plantas que dependen de ellos se ve seriamente comprometida. Un estudio reciente que comparó la composición de plantas y animales entre siete áreas con remanentes de bosque seco tropical, mostró que más de la mitad de los árboles y arbustos que deberían existir en todas, está confinada a una sola; algo similar ocurre con las aves, hormigas y escarabajos, lo cual significa que cada parche ha retenido tan solo una parte de su fauna y flora originales; en otras palabras, en estos remanentes se ha perdido la diversidad regional al eliminar buena parte de los animales y plantas que los habitaban antes de quedar aislados.

Más evidente aún es la situación de los primates, como el tití y la marimonda o mico araña, los zainos y las guacamayas, que sólo mantienen poblaciones en unas pocas áreas. Todos ellos son dispersores de semillas muy efectivos, pero al no estar presentes las plantas que les sirven de alimento y a las que estos animales ayudan en la diseminación de sus semillas, verán reducida su probabilidad de sobrevivir; si estos árboles y arbustos desaparecieran, los abejorros o colibríes que dependen del néctar que producen sus flores, también se extinguirían y así sucesivamente. Es lo que se conoce como extinción biológica por efecto de cascada.

A la pérdida de la biodiversidad debida a los procesos de fragmentación de los bosques se suman los efectos de la cacería y la extracción legal e ilegal de plantas maderables y no maderables, lo cual reduce aun más la probabilidad de sobrevivencia de las especies involucradas y la viabilidad del ecosistema. En muchos casos la extracción es ocasionada por actividades de subsistencia o de pobreza, pero generalmente está ligada a intereses comerciales y en algunos casos a cacería deportiva. No debe despreciarse el impacto de los incendios forestales, espontáneos o provocados, que reducen y fragmentan aún más los escasos remanentes de bosque seco.

LOS BOSQUES Y EL CAMBIO CLIMÁTICO
El clima de la Tierra ha experimentado desde siempre cambios de diferente magnitud y duración que afectan la fauna y la flora. Éstos han ocurrido de forma gradual y por causas naturales aún no del todo establecidas, en las que intervienen las variaciones cíclicas de la órbita del planeta alrededor del sol y de la inclinación del eje terrestre. Períodos de intensa actividad volcánica durante los cuales se redujo significativamente la radiación solar que llegaba a la superficie terrestre y de los ciclos de aparición e intensidad de las manchas solares, parecen jugar también un papel importante en los cambios climáticos. Es un hecho innegable que en la actualidad está ocurriendo uno de esos cambios, aunque no es posible predecir a ciencia cierta cuáles serán su magnitud, duración y efectos, como tampoco están claras las verdaderas causas que los originan.

Es probable que el cambio climático del que estamos siendo testigos haga parte de esos ciclos naturales, pero es indudable que hay un componente inducido por la acción humana, que se manifiesta en el incremento de la temperatura debido al efecto invernadero en la atmósfera por el aumento de gases, como el dióxido de carbono. Estos gases provienen de la liberación del carbono que permanecía atrapado en las moléculas complejas que componen los combustibles fósiles —petróleo, gas y carbón— y en la madera de los bosques que han sido quemados y erradicados. Al tomar el dióxido de carbono para el proceso de fotosíntesis, las plantas mantienen el ciclo global; por lo tanto, con la erradicación de los bosques no sólo se pierden estos drenajes de carbono, sino que se libera más carbono al quemar los árboles y la leña; puede afirmarse, entonces, que la deforestación es en parte responsable del calentamiento del planeta.

Hace ya varias décadas que los científicos alertaron sobre cambios climáticos importantes en el trópico americano, a raíz de la transformación, a gran escala, de sus bosques en campos de cultivo y pastizales, lo que finalmente acarreó mayor variación en las temperaturas, una atmósfera más seca y el aumento de la escorrentía superficial en las épocas lluviosas. Algunas teorías vaticinaron variaciones significativas en los patrones de lluvia a escala regional, que podrían afectar el clima del planeta; se ha confirmando científicamente que aquellos temores fueron justificados y que la tala y quema de bosques tropicales emitieron gases que contribuyeron a generar el efecto invernadero, aunque no en una proporción tan importante como la del uso de combustibles fósiles.

Todavía se discute acerca del ritmo de calentamiento de la atmósfera; los modelos más aceptados predicen un aumento de la temperatura promedio de 0,3 ºC por década, basados en el hecho de que el dióxido de carbono atmosférico se ha incrementado en un 25% en los últimos 150 años. La cantidad de carbono que se encuentra corrientemente en la atmósfera se calcula en unos 800.000 millones de toneladas y aumenta anualmente a una tasa de aproximadamente 1%.

Aunque la contribución de la tala de bosques al cambio climático global no está bien determinada, se calcula, que de los 8.000 millones de toneladas de carbono que son liberadas anualmente a la atmósfera, 2.000 —25%— son generados por la deforestación y los incendios forestales. Las consecuencias que se preven por el calentamiento del planeta son catastróficas: aumento de la sequía y de la desertización, malas cosechas, deshielo de los casquetes polares, inundaciones costeras y sustitución de importantes regímenes de vegetación.

En la zona de vida que corresponde al bosque seco tropical, la degradación del suelo como resultado de extremos en la variación climática y de prácticas no sostenibles de uso de la tierra, incluyendo la tala excesiva de bosques, ha causado un problema que en los casos más extremos llega a la desertización. Este proceso afecta actualmente casi 3.500 millones de hectáreas que corresponden a una cuarta parte de la superficie emergida del planeta, lo cual amenaza la subsistencia de 900 millones de personas.

Preocupados por la acelerada destrucción de los bosques tropicales y conscientes de su importancia para el mantenimiento del equilibrio ecológico global y la potencialidad económica de su biodiversidad, los países desarrollados abogan por la conservación de los bosques que aún existen e incentivan la reforestación de las zonas tropicales degradadas. Pero además, los bosques de las regiones templadas y boreales se están viendo seriamente afectados por la lluvia ácida que causan las emisiones de gases contaminantes y, para no limitar su desarrollo económico, los países industrializados prefieren compensar a los menos desarrollados para que éstos conserven los ecosistemas y procesos naturales y mantengan los bosques sin aprovecharlos, para así favorecer el equilibrio climático global.

En este contexto, la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático Global, creada en 1992, de la cual hace parte el Protocolo de Kyoto sobre reducción de emisiones de gases de efecto invernadero —que entró en vigor desde febrero de 2005—, ha establecido un mecanismo de compensación mediante el cual los países industrializados otorgan recursos económicos a los que están en vías de desarrollo, a cambio de que éstos mantengan la cobertura de bosques; Costa Rica fue el primero que negoció la venta de 200 mil toneladas métricas de carbono, representadas en una reducida extensión de bosque natural, por lo cual el gobierno de Noruega pagó dos millones de dólares para la conservación de esos bosques.

CONSERVACIÓN Y USO SOSTENIBLE

La conservación de los bosques es importante no sólo para la fauna y la flora, sino para la preservación de la gran cantidad de servicios que este ecosistema le proporciona al hombre: maderas y otros productos como plantas medicinales y sus extractos, resinas y fibras; también los bosques poco intervenidos protegen los cursos de agua al regular sus caudales y filtrar los contaminantes que de otra forma drenarían los sistemas acuáticos; de igual forma protegen contra las inundaciones al absorber el exceso de agua y son importantes para contrarrestar el cambio climático. Un recurso económico importante es el que tiene que ver con el desarrollo del ecoturismo.

Junto con las vedas de caza, una de las estrategias más antiguas para la conservación de la naturaleza ha sido la de limitar los usos extractivos de los ecosistemas. Desde tiempos medievales la nobleza europea solía reservar para sí amplias extensiones de bosque aledañas a sus castillos para el disfrute escénico de la naturaleza y las actividades cinegéticas; bajo ese esquema funcionaron y todavía se mantienen muchas reservas en manos privadas o de clubes deportivos; son los llamados cotos de caza. Consideradas como bien público, estas reservas naturales fueron el fundamento para la creación de los parques naturales y otras figuras de conservación que se conocen actualmente con el nombre genérico de áreas naturales protegidas.

Los criterios para su selección, diseño y reglamentación han evolucionado desde entonces, incorporando e integrando no sólo consideraciones de tipo político y económico, sino también teorías y conceptos científicos de disciplinas tan diversas como la biología, la ecología, la geología, la geografía, la antropología y las ciencias sociales y de la educación, hasta constituirse en una rama importante de la ciencia que hoy se conoce como biología de la conservación. El establecimiento de áreas naturales protegidas es la estrategia principal adoptada por el Convenio sobre Diversidad Biológica suscrito por la inmensa mayoría de las naciones, para la conservación de la biodiversidad mundial. También las áreas protegidas se han instituido por iniciativa de sociedades tradicionales en varios países, entre ellos Colombia, Bolivia y Malasia, en procura de mantener sus modos de vida o conservar sus territorios ancestrales.

Actualmente existen en todas las naciones del mundo áreas protegidas que operan bajo esquemas de gestión y manejo muy diversos, pero todas ellas buscan la sostenibilidad o el mantenimiento a largo plazo de los recursos naturales. La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza —IUCN, por sus siglas en inglés— clasifica las áreas protegidas del mundo en seis categorías, de acuerdo con la intensidad de uso o intervención que se permite en ellas, desde reservas naturales estrictas y áreas silvestres, hasta áreas protegidas con uso de recursos. Por su parte, cada país desarrolla su propio esquema o sistema, en algunos casos descentralizado, con parques, reservas o santuarios naturales de orden nacional, regional, provincial y municipal, o bien, incorporando iniciativas privadas de protección ambiental.

Uno de los criterios de mayor importancia para el diseño de una red o un sistema íntegro de áreas protegidas es el de la representación, esto es, el de procurar que todos y cada uno de los elementos de la biodiversidad que se desea conservar queden representados adecuada y suficientemente. En otras palabras, las áreas protegidas deben idealmente alojar muestras importantes de toda la biodiversidad de una región, un país o una provincia biogeográfica. Desde hace varios años se ha generalizado el postulado de que la representación de los ecosistemas en las áreas protegidas debe ser por lo menos del 10% de su cobertura o extensión original; sin embargo, análisis más concienzudos y cautos abogan porque sea al menos del 25%, si se quiere garantizar a perpetuidad la conservación de la biodiversidad global. Este porcentaje se deriva de los resultados de estudios efectuados durante varios años con respecto a la dinámica de las especies en parcelas de bosques, que han relacionado la pérdida de biodiversidad con la disminución de su tamaño original.

Lamentablemente para muchos ecosistemas, incluyendo los bosques secos tropicales, es demasiado tarde para pretender conservar siquiera la primera de las cuotas propuestas. Esto se aplica a los bosques secos de todos los países donde existen remanentes de esta formación vegetal; los que están en buen estado en Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Venezuela y los países centroamericanos, no suman en total más que el 1,5 a 2% de su cobertura original. En Centroamérica están concentrados en la costa pacífica de Costa Rica y Nicaragua y menos de una cuarta parte está amparada en áreas protegidas. Llegar a conservar el 10% de los bosques secos tropicales americanos es un imposible; a largo plazo la viabilidad ecológica de este ecosistema no es nada prometedora.

Si queremos preservar la biodiversidad de los bosques secos tropicales que aún se conservan en relativo buen estado, para mantener su integridad ecológica y asegurar la prestación de sus servicios ambientales, la mejor opción es limitar al máximo su explotación extractiva, incorporándolos a alguna de las figuras públicas o privadas de áreas protegidas y además procurar el restablecimiento de coberturas vegetales, imitando el proceso de sucesión secundaria de los bosques.

Es innegable que las áreas naturales protegidas son la columna vertebral de la conservación de los grandes paisajes, pero nuevas tendencias en recuperación ambiental apuestan por modelos de manejo de biodiversidad fuera de ellas. Esta alternativa, que implica una fuerte gestión institucional y social con las comunidades asentadas en inmediaciones de los bosques intervenidos y en remanentes de éstos en buen estado, se plantea como una posibilidad para salvaguardar al menos parte de la biodiversidad sin renunciar a la explotación, aplicando modelos de uso sostenible. En este caso se parte del principio de que no es indispensable dejar de aprovechar los bosques para que sigan cumpliendo su función ambiental.

Aunque parezca contradictorio, en relación con el papel de las coberturas vegetales en la amortiguación del cambio climático global, estudios recientes sugieren la conveniencia de intervenir racionalmente los bosques naturales y las plantaciones forestales para aprovechar la madera y convertirla, con un mínimo de desperdicios, en productos duraderos que retengan la mayor cantidad posible de carbono; la implementación de esta opción parece ser más viable en regiones extratropicales, donde los bosques son más homogéneos estructuralmente y poseen menor biodiversidad que en el trópico.

CONSERVACIÓN DE LOS BOSQUES SECOS EN COLOMBIA

En Colombia, de las 120.000 hectáreas de bosque seco tropical, que se estima existen actualmente en un estado de conservación relativamente bueno, apenas 8.000 están protegidas dentro del Sistema de Parques Nacionales Naturales; 7.000 se encuentran en el Parque Nacional Natural Tayrona y 1.000 en el Santuario de Fauna y Flora Los Colorados, en el departamento de Bolívar. En la categoría de Reservas Forestales Protectoras Nacionales, una figura de conservación que, aunque fue la primera establecida en Colombia, no ha sido muy efectiva en términos de gobernabilidad para la conservación, se encuentran otras 7.000, localizadas en los Montes de María, departamento de Sucre y en Caño Alonso, departamento de Cesar, pero su grado de intervención es mayor. Finalmente, varias iniciativas privadas mantienen remanentes de bosque seco tropical en sus fincas y predios, que suman en total casi 100.000 hectáreas, la gran mayoría localizadas en la región del Caribe.

Estas cifras indican que más del 90% de los remanentes poco intervenidos de bosque seco tropical en Colombia se encuentran protegidos bajo alguna figura de conservación; esta es, a todas luces, una cuota muy reducida con respecto al 10% y casi insignificante en relación con el 25% al que, según los expertos en biología de la conservación y el Convenio de Diversidad Biológica, debería aspirarse para garantizar la viabilidad a largo plazo de la gran biodiversidad que aloja el bosque seco tropical. La situación es aún menos esperanzadora si se tiene en cuenta que muchos de los remanentes en buen estado de conservación son relativamente pequeños y se encuentran aislados.

El establecimiento de corredores de bosque que conecten los parches aislados y que permitan la movilidad de animales frugívoros y polinizadores como primates, aves arborícolas y abejorros, entre otros, que de otra forma no pueden sortear por sí solos los amplios espacios sin árboles, debe ser una actividad prioritaria. Ello es posible mediante las campañas educativas y la creación de incentivos de conservación para los propietarios de tierras en esta zona de vida, muchos de los cuales estarán dispuestos a ceder parte de sus potreros, cada vez menos productivos, para la reforestación. Además de los beneficios a mediano y largo plazo para el propietario, tanto directos —productos maderables y no maderables—, como indirectos —servicios ambientales como la conservación de los drenajes, los incentivos para la conservación pueden consistir en rebajas tributarias para los predios. Iniciativas de este tipo ya se están implementando con éxito en paisajes rurales andinos del Eje Cafetero.

En áreas donde los remanentes de bosque seco son relictuales y están sometidos a altos niveles de intervención, la silvicultura ordenada puede ser una solución a la explotación maderera desmedida. Los métodos más convenientes parecen ser los que, basados en la propia dinámica del bosque, extraen la madera útil, pero dejan siempre individuos jóvenes o plántulas que permitan su regeneración. El establecimiento de diámetros mínimos de corte, para cada especie de árbol, sustentado en un profundo conocimiento de su crecimiento y del tiempo que requiere para pasar de una categoría diamétrica a otra, es una técnica que contribuye a garantizar una producción sostenible. Las talas rasas no permiten el uso sostenido del bosque debido a la gran cantidad de nutrientes que se eliminan del ecosistema.

La conservación de la diversidad biológica y del bosque seco tropical debe ser parte del legado de nuestra generación al futuro y en él debemos incluir el patrimonio natural y cultural como piezas fundamentales para la preservación de la especie humana. Naturaleza y cultura han conformado históricamente el carácter y la riqueza de los pueblos latinoamericanos y ahora nosotros somos responsables de esa herencia que vamos a dejar en sus manos: un planeta tan rico en ambos aspectos, como lo encontramos al nacer.

 
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