En
el transcurso de la vida sobre el planeta, la distribución
geográfica de los bosques ha experimentado cambios
significativos. La tendencia general de los últimos
500 años ha sido la disminución de las áreas
boscosas, pero fue a partir de la segunda mitad del siglo
XX, cuando el proceso se aceleró hasta alcanzar
proporciones alarmantes y desde 1960 los bosques de las
regiones tropicales, especialmente los secos, son los
más afectados. De acuerdo con la Organización
de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación
(FAO), entre 1980 y 2000, la deforestación en los
países en vías de desarrollo llegó
a ser de 14’000.000 de hectáreas por año;
en otras palabras, el área total de bosques destruidos
en esos 20 años fue de aproximadamente 280’000.000,
cifra que equivale a más de dos veces y media la
extensión del territorio emergido de Colombia.
En cambio, las áreas de bosque en latitudes extratropicales
se mantienen casi invariables desde esa época y
en algunos países, como Canadá, tuvieron
un incremento cercano al 0,4%.
En África tropical los bosques fueron talados para
establecer pequeñas fincas dedicadas a cultivos
y pastoreo permanente y se ha generado una lenta y progresiva
degradación del ecosistema por la recolección
de leña. En América las áreas boscosas
son erradicadas para la agricultura y la ganadería
extensiva, asociadas a menudo con asentamientos humanos
y proyectos de infraestructura. La deforestación
en Asia es propiciada por ambiciosos programas de asentamientos
humanos, producción maderera intensiva y expansión
de la agricultura comercial y migratoria; es en esta región
donde ha tenido lugar la mayor transformación de
bosques nativos en plantaciones forestales y agrícolas,
especialmente de palma de aceite.
La destrucción de los bosques no es sólo
un problema ético que genera la extinción
de muchos animales y plantas que, tras cientos de miles
de años de evolución biológica, deben
compartir con el hombre el espacio y los recursos limitados
del planeta; sus consecuencias van mucho más allá
y deben preocuparnos por cuanto afectan las condiciones
de la vida humana y la supervivencia de nuestra especie.
Gran parte de las tierras que se han deforestado para
realizar otras actividades productivas arrojan beneficios
económicos muy significativos a lo sumo para una,
dos o quizás tres generaciones, pero una vez que
los bosques secos y húmedos tropicales son cortados
y quemados, la mayoría de las tierras no son suficientemente
aptas para soportar la agricultura o el pastoreo; se degradan
y al cabo de unas pocas décadas parte de ellas
se erosionan y se convierte en eriales subdesérticos
donde el bosque no es capaz de regenerarse mediante un
proceso de sucesión secundaria. Esta situación
se hace aún más grave porque son escasas
las tierras deforestadas en los trópicos, que permiten
una agricultura sostenible.
El futuro de los bosques tropicales depende de que se
tome conciencia de su importancia, se adopten las medidas
drásticas que conduzcan a impedir su extinción
y se generen estrategias que fomenten la ampliación
de las pocas áreas que conservan bosques primarios
y secundarios.
EL ECOSISTEMA
BOSCOSO MÁS AMENAZADO
La importancia de las selvas húmedas del trópico,
con respecto a su funcionalidad y a su biodiversidad es
indiscutible, así como lo es el hecho de que sobre
su integridad se ciernen grandes amenazas; pero los bosques
secos tropicales enfrentan una situación aún
más crítica. A pesar del alto grado de intervención
y transformación de que son objeto, todavía
existen grandes extensiones de bosques húmedos
de zonas ecuatoriales e intertropicales en la Amazonia,
en la costa del Pacífico de Colombia y Panamá,
en África occidental y el sudeste de Asia; en cambio
los bosques secos tropicales, reducidos a fragmentos aislados
y de escaso tamaño, ponen en entredicho su viabilidad
a largo plazo y, como es lógico, la de muchas especies
de plantas y animales para las cuales es su hábitat
exclusivo.
Los remanentes de los bosques secos tropicales y de las
formaciones vegetales similares, se han reducido en proporciones
alarmantes con respecto a la cobertura que tenían
hace apenas un par de siglos. En Centroamérica,
los bosques secos no intervenidos de manera significativa
están extremadamente fragmentados y su cobertura
es de apenas el 2% de la que existía a la llegada
de los españoles, cuando se extendían a
lo largo de las costas del Pacífico desde México
hasta Panamá y ocupaban un área equivalente
al territorio de Francia. Las islas del Caribe estaban
prácticamente cubiertas por bosques caducifolios;
Haití, que en alguna época fue la colonia
francesa más rica en maderas preciosas y otros
productos del bosque, fue deforestada casi en su totalidad
y la caoba, el guayacán, la ceiba y otras maderas
finas sirvieron para fabricar muebles que son hoy objeto
de admiración en los museos y palacios europeos;
otros productos arbóreos sirvieron de leña
y los bosques remanentes han dado paso a campos efímeros
de cultivo y a asentamientos humanos; los suelos fértiles
desaparecieron, al igual que la riqueza; las tierras se
erosionaron y perdieron la capacidad de retener las aguas
lluvia y, por consiguiente, las avalanchas e inundaciones
que dejan a su paso los huracanes y las tormentas tropicales
tienen cada vez peores consecuencias.
No es distinta la situación de África y
del sudeste de Asia, donde la presión sobre los
pocos remanentes de bosque seco es casi imparable y las
áreas destinadas a su conservación no existen.
En Etiopía, el país del Nilo Azul, los bosques
que se extendían sobre el 40% del territorio a
finales del siglo XIX, hoy cubren apenas el 4%. En la
India, donde se encontraban los más extensos del
continente asiático, actualmente no cubren más
del 2% del país y su grado de intervención
es muy alto.
LA FRAGMENTACIÓN
DE LOS BOSQUES
En términos generales, la deforestación
conduce a la creación de paisajes fragmentados;
es decir, parches aislados de bosque de formas y tamaños
variables, rodeados de áreas transformadas para
infraestructura, asentamientos humanos, campos agrícolas
o potreros para ganadería. La reducción
de grandes extensiones de áreas de bosque puede
modificar notoriamente el clima y el ambiente físico
a nivel local y regional; una extensa cobertura boscosa
que es remplazada por campos agrícolas o potreros,
genera un incremento en la temperatura, disminuye la evapotranspiración
y, consecuentemente, hace que se reduzca la cantidad de
lluvias; entonces los suelos pierden su capacidad de retención
de agua, se produce mayor escorrentía superficial
durante los inviernos y se eleva el nivel de los ríos
y las quebradas por encima de lo normal, con lo cual ocurren
grandes inundaciones.
Una de las peores consecuencias de la fragmentación
de los bosques es la que tiene que ver con la biodiversidad,
específicamente con la pérdida o extinción
de especies de plantas y animales, aspecto ampliamente
estudiado, que dio lugar a una serie de postulados científicos
que sirven de apoyo a las decisiones de los gobiernos
para lograr la conservación de las especies tropicales.
Desde el punto de vista de la biodiversidad, los ecosistemas
fragmentados guardan una gran similitud con los archipiélagos;
es decir, se comportan como islas de distintas formas
y tamaños, separadas por espacios de agua más
o menos amplios; las islas más grandes albergan
mayor número de animales y plantas terrestres que
las pequeñas; de igual forma, los parches de bosque
más extensos alojan más especies de fauna
y flora. Esta teoría ha generado una serie de modelos
y razonamientos que permiten, hasta cierto punto, hacer
predicciones acerca de la cantidad de seres vivos que
pueden ser conservados en los remanentes de bosque.
Al fragmentarse un bosque se reduce el hábitat
disponible para la fauna y la flora, lo cual provoca la
eliminación de las especies que requieren grandes
extensiones para mantener una población a largo
plazo, con la consecuente pérdida de la diversidad
regional; tal es el caso de las guacamayas, los felinos
y algunas especies de micos. En los remanentes de bosque,
la probabilidad de que una determinada especie permanezca
depende de sus requerimientos ecológicos y del
tamaño, la forma y el grado de aislamiento del
parche. El tamaño mínimo para mantener una
población no es el mismo para todas las especies
y no siempre puede asumirse que cuanto más grande
sea el animal, mayor deba ser el área de bosque
que requiere, pues hay algunos de tamaño pequeño
que necesitan amplios territorios para sobrevivir.
COMUNIDAD
|
ÁREA |
Colonia
de hormigas arrieras |
150
m2 |
Mariposa azul gigante |
10
ha |
Grupo
de micos aulladores |
25
ha |
Grupo
de micos araña o marimondas |
150
ha |
Grupo
de micos ardilla |
500
ha |
Población
de guacamaya escarlata |
1.000
ha |
Familia
de jaguares |
5.000
ha |
Manada
de zainos o pecaríes |
10.000
ha |
Población
de carriquíes o cuervo frutero |
10.000
ha |
Por otro lado, la fragmentación puede alterar las
interacciones entre la fauna y la flora, como ocurre con
las aves frugívoras y las plantas que dependen
de éstas para la diseminación de sus semillas,
o entre abejorros y especies vegetales que los necesitan
para polinizar sus flores. Si un remanente de bosque no
es lo suficientemente grande para albergar, a largo plazo,
una población de determinadas aves frujívoras
o de abejorros, o está muy alejado de otras áreas
boscosas, la supervivencia de las plantas que dependen
de ellos se ve seriamente comprometida. Un estudio reciente
que comparó la composición de plantas y
animales entre siete áreas con remanentes de bosque
seco tropical, mostró que más de la mitad
de los árboles y arbustos que deberían existir
en todas, está confinada a una sola; algo similar
ocurre con las aves, hormigas y escarabajos, lo cual significa
que cada parche ha retenido tan solo una parte de su fauna
y flora originales; en otras palabras, en estos remanentes
se ha perdido la diversidad regional al eliminar buena
parte de los animales y plantas que los habitaban antes
de quedar aislados.
Más evidente aún es la situación
de los primates, como el tití y la marimonda o
mico araña, los zainos y las guacamayas, que sólo
mantienen poblaciones en unas pocas áreas. Todos
ellos son dispersores de semillas muy efectivos, pero
al no estar presentes las plantas que les sirven de alimento
y a las que estos animales ayudan en la diseminación
de sus semillas, verán reducida su probabilidad
de sobrevivir; si estos árboles y arbustos desaparecieran,
los abejorros o colibríes que dependen del néctar
que producen sus flores, también se extinguirían
y así sucesivamente. Es lo que se conoce como extinción
biológica por efecto de cascada.
A la pérdida de la biodiversidad debida a los procesos
de fragmentación de los bosques se suman los efectos
de la cacería y la extracción legal e ilegal
de plantas maderables y no maderables, lo cual reduce
aun más la probabilidad de sobrevivencia de las
especies involucradas y la viabilidad del ecosistema.
En muchos casos la extracción es ocasionada por
actividades de subsistencia o de pobreza, pero generalmente
está ligada a intereses comerciales y en algunos
casos a cacería deportiva. No debe despreciarse
el impacto de los incendios forestales, espontáneos
o provocados, que reducen y fragmentan aún más
los escasos remanentes de bosque seco.
LOS BOSQUES
Y EL CAMBIO CLIMÁTICO
El clima de la Tierra ha experimentado desde siempre cambios
de diferente magnitud y duración que afectan la
fauna y la flora. Éstos han ocurrido de forma gradual
y por causas naturales aún no del todo establecidas,
en las que intervienen las variaciones cíclicas
de la órbita del planeta alrededor del sol y de
la inclinación del eje terrestre. Períodos
de intensa actividad volcánica durante los cuales
se redujo significativamente la radiación solar
que llegaba a la superficie terrestre y de los ciclos
de aparición e intensidad de las manchas solares,
parecen jugar también un papel importante en los
cambios climáticos. Es un hecho innegable que en
la actualidad está ocurriendo uno de esos cambios,
aunque no es posible predecir a ciencia cierta cuáles
serán su magnitud, duración y efectos, como
tampoco están claras las verdaderas causas que
los originan.
Es probable que el cambio climático del que estamos
siendo testigos haga parte de esos ciclos naturales, pero
es indudable que hay un componente inducido por la acción
humana, que se manifiesta en el incremento de la temperatura
debido al efecto invernadero en la atmósfera por
el aumento de gases, como el dióxido de carbono.
Estos gases provienen de la liberación del carbono
que permanecía atrapado en las moléculas
complejas que componen los combustibles fósiles
—petróleo, gas y carbón— y en
la madera de los bosques que han sido quemados y erradicados.
Al tomar el dióxido de carbono para el proceso
de fotosíntesis,
las plantas mantienen el ciclo global; por lo tanto, con
la erradicación de los bosques no sólo se
pierden estos drenajes de carbono, sino que se libera
más carbono al quemar los árboles y la leña;
puede afirmarse, entonces, que la deforestación
es en parte responsable del calentamiento del planeta.
Hace ya varias décadas que los científicos
alertaron sobre cambios climáticos importantes
en el trópico americano, a raíz de la transformación,
a gran escala, de sus bosques en campos de cultivo y pastizales,
lo que finalmente acarreó mayor variación
en las temperaturas, una atmósfera más seca
y el aumento de la escorrentía superficial en las
épocas lluviosas. Algunas teorías vaticinaron
variaciones significativas en los patrones de lluvia a
escala regional, que podrían afectar el clima del
planeta; se ha confirmando científicamente que
aquellos temores fueron justificados y que la tala y quema
de bosques tropicales emitieron gases que contribuyeron
a generar el efecto invernadero, aunque no en una proporción
tan importante como la del uso de combustibles fósiles.
Todavía se discute acerca del ritmo de calentamiento
de la atmósfera; los modelos más aceptados
predicen un aumento de la temperatura promedio de 0,3
ºC por década, basados en el hecho de que
el dióxido de carbono atmosférico se ha
incrementado en un 25% en los últimos 150 años.
La cantidad de carbono que se encuentra corrientemente
en la atmósfera se calcula en unos 800.000 millones
de toneladas y aumenta anualmente a una tasa de aproximadamente
1%.
Aunque la contribución de la tala de bosques al
cambio climático global no está bien determinada,
se calcula, que de los 8.000 millones de toneladas de
carbono que son liberadas anualmente a la atmósfera,
2.000 —25%— son generados por la deforestación
y los incendios forestales. Las consecuencias que se preven
por el calentamiento del planeta son catastróficas:
aumento de la sequía y de la desertización,
malas cosechas, deshielo de los casquetes polares, inundaciones
costeras y sustitución de importantes regímenes
de vegetación.
En la zona de vida que corresponde al bosque seco tropical,
la degradación del suelo como resultado de extremos
en la variación climática y de prácticas
no sostenibles de uso de la tierra, incluyendo la tala
excesiva de bosques, ha causado un problema que en los
casos más extremos llega a la desertización.
Este proceso afecta actualmente casi 3.500 millones de
hectáreas que corresponden a una cuarta parte de
la superficie emergida del planeta, lo cual amenaza la
subsistencia de 900 millones de personas.
Preocupados por la acelerada destrucción de los
bosques tropicales y conscientes de su importancia para
el mantenimiento del equilibrio ecológico global
y la potencialidad económica de su biodiversidad,
los países desarrollados abogan por la conservación
de los bosques que aún existen e incentivan la
reforestación de las zonas tropicales degradadas.
Pero además, los bosques de las regiones templadas
y boreales se están viendo seriamente afectados
por la lluvia ácida que causan las emisiones de
gases contaminantes y, para no limitar su desarrollo económico,
los países industrializados prefieren compensar
a los menos desarrollados para que éstos conserven
los ecosistemas y procesos naturales y mantengan los bosques
sin aprovecharlos, para así favorecer el equilibrio
climático global.
En este contexto, la Convención Marco de las Naciones
Unidas sobre Cambio Climático Global, creada en
1992, de la cual hace parte el Protocolo de Kyoto sobre
reducción de emisiones de gases de efecto invernadero
—que entró en vigor desde febrero de 2005—,
ha establecido un mecanismo de compensación mediante
el cual los países industrializados otorgan recursos
económicos a los que están en vías
de desarrollo, a cambio de que éstos mantengan
la cobertura de bosques; Costa Rica fue el primero que
negoció la venta de 200 mil toneladas métricas
de carbono, representadas en una reducida extensión
de bosque natural, por lo cual el gobierno de Noruega
pagó dos millones de dólares para la conservación
de esos bosques.
CONSERVACIÓN Y USO
SOSTENIBLE
La conservación de los bosques es importante no
sólo para la fauna y la flora, sino para la preservación
de la gran cantidad de servicios que este ecosistema le
proporciona al hombre: maderas y otros productos como
plantas medicinales y sus extractos, resinas y fibras;
también los bosques poco intervenidos protegen
los cursos de agua al regular sus caudales y filtrar los
contaminantes que de otra forma drenarían los sistemas
acuáticos; de igual forma protegen contra las inundaciones
al absorber el exceso de agua y son importantes para contrarrestar
el cambio climático. Un recurso económico
importante es el que tiene que ver con el desarrollo del
ecoturismo.
Junto con las vedas de caza, una de las estrategias más
antiguas para la conservación de la naturaleza
ha sido la de limitar los usos extractivos de los ecosistemas.
Desde tiempos medievales la nobleza europea solía
reservar para sí amplias extensiones de bosque
aledañas a sus castillos para el disfrute escénico
de la naturaleza y las actividades cinegéticas;
bajo ese esquema funcionaron y todavía se mantienen
muchas reservas en manos privadas o de clubes deportivos;
son los llamados cotos de caza. Consideradas como bien
público, estas reservas naturales fueron el fundamento
para la creación de los parques naturales y otras
figuras de conservación que se conocen actualmente
con el nombre genérico de áreas naturales
protegidas.
Los criterios para su selección, diseño
y reglamentación han evolucionado desde entonces,
incorporando e integrando no sólo consideraciones
de tipo político y económico, sino también
teorías y conceptos científicos de disciplinas
tan diversas como la biología, la ecología,
la geología, la geografía, la antropología
y las ciencias sociales y de la educación, hasta
constituirse en una rama importante de la ciencia que
hoy se conoce como biología de la conservación.
El establecimiento de áreas naturales protegidas
es la estrategia principal adoptada por el Convenio sobre
Diversidad Biológica suscrito por la inmensa mayoría
de las naciones, para la conservación de la biodiversidad
mundial. También las áreas protegidas se
han instituido por iniciativa de sociedades tradicionales
en varios países, entre ellos Colombia, Bolivia
y Malasia, en procura de mantener sus modos de vida o
conservar sus territorios ancestrales.
Actualmente existen en todas las naciones del mundo áreas
protegidas que operan bajo esquemas de gestión
y manejo muy diversos, pero todas ellas buscan la sostenibilidad
o el mantenimiento a largo plazo de los recursos naturales.
La Unión Internacional para la Conservación
de la Naturaleza —IUCN, por sus siglas en inglés—
clasifica las áreas protegidas del mundo en seis
categorías, de acuerdo con la intensidad de uso
o intervención que se permite en ellas, desde reservas
naturales estrictas y áreas silvestres, hasta áreas
protegidas con uso de recursos. Por su parte, cada país
desarrolla su propio esquema o sistema, en algunos casos
descentralizado, con parques, reservas o santuarios naturales
de orden nacional, regional, provincial y municipal, o
bien, incorporando iniciativas privadas de protección
ambiental.
Uno de los criterios de mayor importancia para el diseño
de una red o un sistema íntegro de áreas
protegidas es el de la representación, esto es,
el de procurar que todos y cada uno de los elementos de
la biodiversidad que se desea conservar queden representados
adecuada y suficientemente. En otras palabras, las áreas
protegidas deben idealmente alojar muestras importantes
de toda la biodiversidad de una región, un país
o una provincia biogeográfica. Desde hace varios
años se ha generalizado el postulado de que la
representación de los ecosistemas en las áreas
protegidas debe ser por lo menos del 10% de su cobertura
o extensión original; sin embargo, análisis
más concienzudos y cautos abogan porque sea al
menos del 25%, si se quiere garantizar a perpetuidad la
conservación de la biodiversidad global. Este porcentaje
se deriva de los resultados de estudios efectuados durante
varios años con respecto a la dinámica de
las especies en parcelas de bosques, que han relacionado
la pérdida de biodiversidad con la disminución
de su tamaño original.
Lamentablemente para muchos ecosistemas, incluyendo los
bosques secos tropicales, es demasiado tarde para pretender
conservar siquiera la primera de las cuotas propuestas.
Esto se aplica a los bosques secos de todos los países
donde existen remanentes de esta formación vegetal;
los que están en buen estado en Colombia, Ecuador,
Perú, Bolivia, Venezuela y los países centroamericanos,
no suman en total más que el 1,5 a 2% de su cobertura
original. En Centroamérica están concentrados
en la costa pacífica de Costa Rica y Nicaragua
y menos de una cuarta parte está amparada en áreas
protegidas. Llegar a conservar el 10% de los bosques secos
tropicales americanos es un imposible; a largo plazo la
viabilidad ecológica de este ecosistema no es nada
prometedora.
Si queremos preservar la biodiversidad de los bosques
secos tropicales que aún se conservan en relativo
buen estado, para mantener su integridad ecológica
y asegurar la prestación de sus servicios ambientales,
la mejor opción es limitar al máximo su
explotación extractiva, incorporándolos
a alguna de las figuras públicas o privadas de
áreas protegidas y además procurar el restablecimiento
de coberturas vegetales, imitando el proceso de sucesión
secundaria de los bosques.
Es innegable que las áreas naturales protegidas
son la columna vertebral de la conservación de
los grandes paisajes, pero nuevas tendencias en recuperación
ambiental apuestan por modelos de manejo de biodiversidad
fuera de ellas. Esta alternativa, que implica una fuerte
gestión institucional y social con las comunidades
asentadas en inmediaciones de los bosques intervenidos
y en remanentes de éstos en buen estado, se plantea
como una posibilidad para salvaguardar al menos parte
de la biodiversidad sin renunciar a la explotación,
aplicando modelos de uso sostenible. En este caso se parte
del principio de que no es indispensable dejar de aprovechar
los bosques para que sigan cumpliendo su función
ambiental.
Aunque parezca contradictorio, en relación con
el papel de las coberturas vegetales en la amortiguación
del cambio climático global, estudios recientes
sugieren la conveniencia de intervenir racionalmente los
bosques naturales y las plantaciones forestales para aprovechar
la madera y convertirla, con un mínimo de desperdicios,
en productos duraderos que retengan la mayor cantidad
posible de carbono; la implementación de esta opción
parece ser más viable en regiones extratropicales,
donde los bosques son más homogéneos estructuralmente
y poseen menor biodiversidad que en el trópico.
CONSERVACIÓN DE LOS BOSQUES
SECOS EN COLOMBIA
En Colombia, de las 120.000 hectáreas de bosque
seco tropical, que se estima existen actualmente en un
estado de conservación relativamente bueno, apenas
8.000 están protegidas dentro del Sistema de Parques
Nacionales Naturales; 7.000 se encuentran en el Parque
Nacional Natural Tayrona y 1.000 en el Santuario de Fauna
y Flora Los Colorados, en el departamento de Bolívar.
En la categoría de Reservas Forestales Protectoras
Nacionales, una figura de conservación que, aunque
fue la primera establecida en Colombia, no ha sido muy
efectiva en términos de gobernabilidad para la
conservación, se encuentran otras 7.000, localizadas
en los Montes de María, departamento de Sucre y
en Caño Alonso, departamento de Cesar, pero su
grado de intervención es mayor. Finalmente, varias
iniciativas privadas mantienen remanentes de bosque seco
tropical en sus fincas y predios, que suman en total casi
100.000 hectáreas, la gran mayoría localizadas
en la región del Caribe.
Estas cifras indican que más del 90% de los remanentes
poco intervenidos de bosque seco tropical en Colombia
se encuentran protegidos bajo alguna figura de conservación;
esta es, a todas luces, una cuota muy reducida con respecto
al 10% y casi insignificante en relación con el
25% al que, según los expertos en biología
de la conservación y el Convenio de Diversidad
Biológica, debería aspirarse para garantizar
la viabilidad a largo plazo de la gran biodiversidad que
aloja el bosque seco tropical. La situación es
aún menos esperanzadora si se tiene en cuenta que
muchos de los remanentes en buen estado de conservación
son relativamente pequeños y se encuentran aislados.
El establecimiento de corredores de bosque que conecten
los parches aislados y que permitan la movilidad de animales
frugívoros y polinizadores como primates, aves
arborícolas y abejorros, entre otros, que de otra
forma no pueden sortear por sí solos los amplios
espacios sin árboles, debe ser una actividad prioritaria.
Ello es posible mediante las campañas educativas
y la creación de incentivos de conservación
para los propietarios de tierras en esta zona de vida,
muchos de los cuales estarán dispuestos a ceder
parte de sus potreros, cada vez menos productivos, para
la reforestación. Además de los beneficios
a mediano y largo plazo para el propietario, tanto directos
—productos maderables y no maderables—, como
indirectos —servicios ambientales como la conservación
de los drenajes, los incentivos para la conservación
pueden consistir en rebajas tributarias para los predios.
Iniciativas de este tipo ya se están implementando
con éxito en paisajes rurales andinos del Eje Cafetero.
En áreas donde los remanentes de bosque seco son
relictuales y están sometidos a altos niveles de
intervención, la silvicultura ordenada puede ser
una solución a la explotación maderera desmedida.
Los métodos más convenientes parecen ser
los que, basados en la propia dinámica del bosque,
extraen la madera útil, pero dejan siempre individuos
jóvenes o plántulas que permitan su regeneración.
El establecimiento de diámetros mínimos
de corte, para cada especie de árbol, sustentado
en un profundo conocimiento de su crecimiento y del tiempo
que requiere para pasar de una categoría diamétrica
a otra, es una técnica que contribuye a garantizar
una producción sostenible. Las talas rasas no permiten
el uso sostenido del bosque debido a la gran cantidad
de nutrientes que se eliminan del ecosistema.
La conservación de la diversidad biológica
y del bosque seco tropical debe ser parte del legado de
nuestra generación al futuro y en él debemos
incluir el patrimonio natural y cultural como piezas fundamentales
para la preservación de la especie humana. Naturaleza
y cultura han conformado históricamente el carácter
y la riqueza de los pueblos latinoamericanos y ahora nosotros
somos responsables de esa herencia que vamos a dejar en
sus manos: un planeta tan rico en ambos aspectos, como
lo encontramos al nacer.