Las caídas de agua, formadas por la conjunción de la fuerza de la gravedad y las condiciones del terreno, tienen una historia feliz y triste. Algunas se han convertido en grandes atracciones turísticas —Niágara, Iguazú y Victoria, entre otras— y son preservadas y mantenidas para ofrecer al visitante una hermosa experiencia; otras se conservan casi desconocidas en lugares recónditos, poco visitados o en áreas dedicadas a la conservación de la naturaleza; algunas han desaparecido por causas naturales y muchas han sucumbido ante la presión del desarrollo, los intereses económicos o la desidia del hombre.
DESAPARICIÓN NATURAL DE LAS CAÍDAS DE AGUA
Los procesos geológicos e hidrológicos que moldean el relieve de la superficie de nuestro planeta son dinámicos y no cesan nunca de crear, transformar y destruir. Desde el momento en que nacen, las caídas de agua empiezan un largo pero constante proceso de auto-destrucción. La fricción de la corriente turbulenta va erosionando las rocas de la parte baja del escarpe por el que cae el agua, socavándolo paulatinamente hasta que las rocas de la parte alta pierden estabilidad y caen hacia la base del escarpe, lo cual hace que el salto retroceda unos metros. El desgaste de la roca en la parte superior y la acumulación de escombros en la base, hacen que la altura de la caída se vaya haciendo progresivamente menor, lo cual la convierte finalmente en un raudal encañonado entre paredes rocosas. Algunos geólogos, extrapolando en el tiempo a partir de la tasa actual de erosión de los escarpes, estiman que las Cataratas del Niágara dejarán de serlo en aproximadamente 2.000 años, para convertirse en un raudal.
Por lo general, los ríos no discurren siempre por el mismo cauce; en algunos tramos pueden cambiarlo de manera definitiva o transitoria. La continua erosión de una de las riberas, una creciente desmedida del nivel de las aguas y hasta un fuerte remezón de la corteza terrestre, ocasionado por un sismo, pueden desviar el curso de la corriente y hacer que ésta tome un nuevo cauce. En algunas oportunidades, tal acontecimiento implica la desaparición de la caída de agua que se localizaba en alguna parte del antiguo cauce, pero también puede generar otra, si el trayecto nuevo encuentra un desnivel escarpado.
Un ejemplo reciente es el de las Cascadas Navajo, en el Gran Cañón del Colorado, Estados Unidos, las cuales desaparecieron súbitamente después de una gran creciente del río que las formaba. En cuestión de 12 horas, varias avalanchas que descendieron atronadoramente desde las partes altas del cañón hasta el curso del río, transportando grandes cantidades de agua, piedra y lodo, dejaron tal acumulación de sedimentos en la base del escarpe, que la altura de éste se redujo a un par de metros y acabó con una de las principales atracciones turísticas de los sectores más visitados del Gran Cañón.
OBRAS DEL HOMBRE VERSUS OBRAS DE LA NATURALEZA
No son pocos los casos en los que caídas de agua, incluyendo algunas de las más imponentes y majestuosas, han resultado sacrificadas, ante la prevalencia de los intereses económicos y la necesidad de satisfacer las demandas de agua y energía de la creciente población humana. De ese modo desapareció la que se estima fue la caída de agua más caudalosa y una de las más imponentes del mundo: Sete Quedas o Saltos del Guairá.
Se trataba de una serie majestuosa de siete caídas con un caudal que duplicaba el de las cataratas del Niágara, formadas por el río Paraná, en la frontera entre Brasil y Paraguay, cuyo estruendoso sonido se escuchaba a más de 30 kilómetros de distancia. El Parque Nacional Sete Quedas fue abolido por un decreto del gobierno militar de Brasil, como también por el de su contraparte paraguaya y en octubre de 1982 fueron cubiertas completamente por el agua, al llenarse la represa de Itaipú, la mayor obra de este tipo en el mundo. El poeta brasileño Carlos Drummond de Andrade, “la voz más crítica y clara que se alzó en defensa de los Saltos del Guairá”, expresó así el lamentable acontecimiento:
“Siete Caídas por nosotros pasaron
y no supimos amarlas
y todas las siete fueron muertas
y todas las siete mueren en el aire
siete fantasmas, siete crímenes
de los vivos golpeando a la vida
que nunca más renacerá?”
Y el periodista paraguayo Andrés Colmán Gutiérrez, recuerda el episodio en un artículo reciente para conmemorar los 25 años del lamentable hecho, publicado por el diario “Última Hora” de Asunción: “El agua del Paraná iba subiendo, pero el remolino de los saltos no quería apagarse, y seguía agitándose con un borboteo blanco y espumoso, cada vez más débil. Vi lágrimas en los ojos de las personas que miraban desde la costa paraguaya. Después ya no pude ver nada, porque mis ojos también estaban húmedos”.
Desde la construcción de la planta hidroeléctrica Tis Abbay II, en Etiopía, hace algunos años, la gran cascada Tis Isat —conocida también como la cascada del Nilo Azul, la segunda en magnitud de África—, permanece prácticamente seca la mayor parte del año. Igual suerte han corrido varias caídas de agua en África, Asia, Europa, Norteamérica y Suramérica con la construcción de presas y plantas hidroeléctricas.
El impacto de las grandes obras de ingeniería que interrumpen o alteran el flujo de las corrientes fluviales, no se reduce solamente a la pérdida de los valores escénicos, sino que en muchos casos trastorna significativamente el equilibrio ecológico, la biodiversidad de los ríos y otros ecosistemas y afecta la economía y el bienestar de la población asentada aguas abajo. La construcción de la gran represa de Asuán, hoy Sadd al–Alí, situada en el Alto Egipto, con el propósito de controlar las crecidas del Nilo y producir energía, tuvo graves consecuencias ecológicas y económicas que los ingenieros que la diseñaron no previeron: sedimentación excesiva aguas arriba, erosión aguas abajo, desaparición de especies animales que efectuaban migraciones a lo largo del río, destrucción y salinización de suelos en el delta del Nilo, disminución de la captura de peces, contaminación del río provocada por los fertilizantes, herbicidas y pesticidas y aumento de riesgo sanitario por la proliferación de insectos y caracoles transmisores de enfermedades. Ejemplos como éste se extienden a lo largo y ancho de la geografía mundial.
En Colombia, el caso quizás más conocido es el de la represa de Urrá, construida hace más de una década para generar energía y regular el caudal del río Sinú en su parte baja. El desplazamiento de la población indígena, la salinización de suelos y la erosión del delta de Tinajones, la disminución de la pesca y la alteración de los pulsos naturales de inundación de las ciénagas y los humedales de la parte baja, con las consecuentes implicaciones para los manglares y la migración de los peces, son algunos de los impactos mejor documentados como resultado de la obra. Y aunque la naturaleza se reacomoda y en un proceso que tarda varios años surgen nuevos ecosistemas y formas de vida, a veces distintos y se pueblan los ambientes que se generan, la vocación principal y las especies originarias se pierden para siempre.
En años recientes, a raíz de los impactos de toda índole que han generado las grandes obras de ingeniería en las corrientes de agua, se ha acrecentado el debate en torno a la real conveniencia de construir represas. Frente a esta disyuntiva, las posiciones más radicales tienden a separarse cada vez más. Aquellos convencidos de que el control del agua es un imperativo para el bienestar humano, defienden a ultranza cualquier intervención en un medio natural, por encima de los posibles impactos negativos futuros. Este sector de opinión considera lícito, por ejemplo, desviar el curso de ríos, represarlos, [35]desecar terrenos o desarraigar poblaciones indígenas para evitar las inundaciones periódicas que ocurren en ciertas áreas, aguas abajo, debido a las lluvias torrenciales que se presentan en las cabeceras cada año o al aumento de los caudales. Posiciones menos radicales a favor de la construcción, anteponen la seguridad de las personas al posible deterioro de los espacios naturales, argumentando que a veces es la única solución posible para solucionar los problemas causados por las inundaciones.
Es aquí donde se da una primera separación entre las dos corrientes de opinión, pues quienes se oponen a las obras argumentan, de manera más moderada, que la construcción de represas para controlar inundaciones es contraproducente, pues son éstas, precisamente, una de las causas más comunes de las inundaciones descontroladas.
Como ejemplo se suele recordar la tragedia ocurrida en 1959 en la población de Ribadelago, España, que se debió a la rotura de una represa y le costó la vida a 144 personas. Además, se argumenta que la experiencia demuestra que la mayoría de los proyectos realizados han resultado deficientes económicamente a largo plazo, ya que la vida útil de las represas, generalmente no supera los 50 años.
Los más radicales afirman que, ya conocidos los múltiples inconvenientes que producen los intentos del hombre de reajustar las corrientes de agua, la única explicación para insistir en la construcción de represas, es que haya grandes intereses económicos privados que sólo buscan su propio beneficio.
LA DEGRADACIÓN DE LO QUE ES BELLO Y MAJESTUOSO
Una caída de agua cristalina y pura, rodeada de vegetación original, es cada día más difícil de encontrar en un mundo donde la contaminación industrial está por doquier y la creciente población humana hace de las fuentes y corrientes de agua, los canales para verter sus desechos, convirtiéndolas así en cauces putrefactos y hediondos.
¡Cuántas caídas de agua, pequeñas o grandes, sencillas o imponentes, bellas y pintorescas o enclaves donde el agua demostraba su supremacía en nuestro planeta, se han convertido en lugares malolientes que no representan otra cosa que el indigno poder del ser humano sobre el mundo! Basta asomarse fugazmente —antes de que el olor nauseabundo turbe incluso la visión— al abismo del Salto del Tequendama, a pocos kilómetros de Bogotá, epicentro de la leyenda de Bochica y tradicional icono del paisaje del Altiplano Cundiboyacense. De seguro, el panorama no dista mucho del que se aprecia actualmente en el Salto de Juanacatlán, antes conocido como el “Niágara de México”, formado por el río Santiago, que evacua las aguas negras de la ciudad de Guadalajara, o del aspecto de muchas otras caídas de agua que forman los ríos que reciben los desechos de cualquier ciudad tercermundista. Por desgracia y hasta tanto no se tomen medidas para reducir la contaminación de los ríos, en un futuro próximo muchas cataratas, cascadas y saltos de agua correrán igual suerte y serán tan sólo bellos recuerdos.
La contaminación de las corrientes de agua resulta lesiva no sólo para el accidente geográfico en sí mismo, sino también para el [44]ecosistema configurado en el entorno. Muchos ríos y quebradas se han vuelto efímeros, temporales o están tan contaminados que son incapaces de mantener el hábitat para sustentar la vida de la mayoría de las especies acuáticas y afectan negativamente a los animales terrestres dependientes del agua, al intoxicarlos y llevarlos a contraer enfermedades u obligarlos a emigrar, con la consecuente pérdida de biodiversidad.
El agua pura, cada vez más rara, es un recurso demasiado importante. Donde aún existe, debe ser objeto de extremo cuidado y conservación, por lo que la preservación y recuperación de la calidad de las corrientes de aguas constituye uno de los más desafiantes proyectos de conservación ambiental.
Por otra parte, cuando las caídas de agua son explotadas para el turismo masivo, pueden eventualmente perder parte de su encanto natural debido al desarrollo de infraestructura de servicios al turista —tiendas, restaurantes, etc.— y al mal manejo de las basuras. Con la expansión del llamado ecoturismo, se espera que cada vez más caídas de agua en estado prístino se conviertan en sistemas productivos como recursos escénicos. Debemos confiar en que se les procure un manejo que garantice su sostenibilidad ambiental, social y económica y no se convierta meramente en una palabra cliché para la industria turística.
LA AMENAZA DEL CAMBIO CLIMÁTICO
La historia de la Tierra, al menos en el transcurso de los últimos 550 millones de años, ha sufrido repetidos cambios en las condiciones de la atmósfera y pueden distinguirse períodos alternantes de climas fríos y cálidos. Tales cambios han jugado un papel crucial en la configuración geomorfológica de la superficie terrestre y en la existencia y distribución geográfica de los seres vivos. Las causas de tales oscilaciones
climáticas son complejas y en ellas han intervenido seguramente varios factores conjuntamente —vulcanismo, deriva continental, fenómenos geostróficos, entre otros—. Actualmente nos enfrentamos inevitablemente a un nuevo cambio climático, hacia una fase más cálida, pero en este caso la causa primordial es el acelerado aumento de la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera, generado por las emisiones provocadas por las actividades humanas, sobre todo por la utilización de combustibles fósiles y los cambios en el uso y en la cubierta de los suelos. Su efecto inmediato en la atmósfera es el incremento en la temperatura, con consecuencias en la modificación de los patrones de temperatura, precipitación y caudales y en la frecuencia e intensidad de ciclones, huracanes y otros eventos.
Las manifestaciones del Cambio Climático ya se evidencian en la alteración de los patrones de precipitación en todo el mundo. En Australia, por ejemplo, las sequías prolongadas han ocasionado un incremento inusitado en la frecuencia de incendios forestales, el desecamiento de la cuenca del río Murray–Darling —con las consecuentes restricciones severas de acceso al agua en la región de Queensland— y la extinción de varias caídas de agua en Victoria, Queensland y Nueva Gales del Sur. En África Oriental, el Cambio Climático ya está produciendo hambruna y conflictos regionales por la cada vez mayor escasez de agua y de otros recursos necesarios para la sobrevivencia de la población. Al desaparecer los glaciares del Kilimanjaro en pocos años, se reducirá el caudal de los ríos, incluido el Nilo. Las Cataratas de Victoria pueden ser víctimas de la desertificación que avanza rampante sobre su cuenca de drenaje.
También la mayoría de los picos nevados de los Andes tropicales —Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela—, se encuentran en un acelerado proceso de deshielo que amenaza acabar con sus glaciares, lo que en muchos casos, como en la Sierra Nevada del Cocuy, la Sierra Nevada de Santa Marta, los nevados del Tolima, Ruiz, Santa Isabel, en Colombia, por mencionar sólo unos pocos, probablemente ocurrirá en las próximas dos décadas. Esto significará, no sólo la desaparición de un sinnúmero de corrientes de agua que hoy descienden por las faldas de las cordilleras, en ocasiones formando caídas de agua, sino que afectará la disponibilidad del agua para las poblaciones asentadas en los valles.
Al deshielo de los glaciares se suman otros factores como la erosión y la deforestación. Esta última es particularmente preocupante en la gran región amazónica, especialmente en Brasil, donde anualmente se talan alrededor de 16.000 km2 de bosques. La pérdida de cobertura boscosa disminuye en buena medida la cantidad total neta de lluvias en la Amazonia y, como consecuencia, también los caudales de los ríos que alimentan caídas de agua tan emblemáticas como el Salto Ángel y las Cataratas de Iguazú. También en las regiones montañosas, la deforestación puede tener consecuencias nefastas. Cuando, por ejemplo, los bosques de niebla de la región andina son removidos, ya no quedan plantas para captar el agua de las nubes ni proteger la superficie del suelo, del impacto de las lluvias torrenciales; se producen, entonces, una fuerte erosión de los suelos y los desprendimientos de tierra.
LUCES DE ESPERANZA PARA LAS CAÍDAS DE AGUA
El agua, ya sea la que baja en rápidos y cascadas por las laderas de las montañas, la que fluye mansamente por los ríos, o es absorbida en el suelo para reaparecer en manantiales y ser depositada en un lago o en una represa, es un recurso vital para el hombre. Como tal, es además renovable, pero también limitada. El uso del agua para satisfacer las necesidades humanas produce un efecto sobre los ecosistemas de donde se extrae, en aquellos en los que se utiliza y en los ecosistemas hacia donde fluye después de su uso: a mayor suministro de agua, mayor cantidad de aguas residuales.
El desarrollo sostenible, entendido como aquel que permite hacer compatible el uso de los recursos con la conservación de los ecosistemas, exige el empleo de buenas prácticas en la gestión de los recursos naturales. En el caso del agua, dichas prácticas incluyen: reducción del gasto de agua, disminución de su consumo o reciclaje y reutilización del suministro, al máximo; extracción de agua con el menor deterioro posible de los ecosistemas, es decir interferir al mínimo posible la dinámica natural de ríos, lagos, humedales y acuíferos subterráneos y retornarla a las aguas naturales en condiciones aceptables, para que sea asimilada por el ecosistema sin causar su degradación o aniquilación. Para lograrlo, la mejor opción es contaminarla lo menos posible en su uso y proceder luego a su tratamiento de depuración, preferiblemente empleando un mínimo de gasto energético. También son buenas prácticas aquellas que van encaminadas a la conservación del suelo y la vegetación en las cuencas de captación, especialmente en las riberas de los ríos y lagos.
Por fortuna, aunque tarde ya para muchas corrientes de agua, en vista de los muchos y desastrosos ejemplos y de los alarmantes y hasta apocalípticos mensajes que a diario se transmiten a través de múltiples medios —ya no sólo los de estricto corte ambientalista—, en relación con las amenazas ambientales que se ciernen sobre el planeta y sobre nuestra propia existencia, los conceptos y prácticas en torno a la sostenibilidad de los recursos van calando progresivamente en las esferas políticas y de toma de decisiones de la mayoría de los países.
En el marco de conceptos como “Producción Limpia”, que ofrece incentivos tributarios para las industrias que depuren sus aguas de desecho y reutilicen parte de ellas en los procesos, o cobros adicionales para aquellas que contaminen el aire y las aguas, y “Pago por servicios ambientales”, que crea incentivos económicos para los pobladores de las áreas donde se encuentran las fuentes de agua y los bosques para que les den un uso racional, se están logrando ya algunos resultados que redundan en el mejoramiento de las corrientes de agua y de los ecosistemas relacionados, sobre todo en los países más desarrollados. Aunque aún incipientes en las regiones menos desarrolladas del globo, es de esperar que en el futuro estas prácticas se generalicen en todo el mundo.
Actualmente, el campo de la conservación está pasando por una etapa de reflexión y reorganización de ideas. Ha llegado el momento de pensar cómo seguir adelante, sobre todo si se tiene en cuenta el incremento poblacional que experimenta el planeta. La cantidad de áreas protegidas —reservas, parques y santuarios naturales— y de manejo especial orientado a la conservación, tiende a incrementarse a nivel global, y muchas de estas áreas encierran también sitios de alto valor escénico, como las caídas de agua.
En el caso de los proyectos hidroeléctricos, las consideraciones acerca de las afectaciones escénicas y ambientales se constituyen cada vez más en impedimento para su realización, como parece estar ocurriendo en Islandia con el proyecto de la represa de Kárahnjúkar, que inundaría algunas de las cascadas más puras de Europa, o se pactan compromisos entre constructores y generadores de energía con los conservacionistas y los prestadores de servicios turísticos. Por ejemplo, algunas caídas de agua han logrado ser preservadas en Noruega, como Mardalsfossen y Vøringsfossen, gracias a compromisos de tiempo compartido entre el turismo y la generación de energía. Las Cataratas del Niágara son quizás el mejor ejemplo de que es posible conciliar de manera armónica los encantos escénicos de la Naturaleza, con la explotación de su energía para el avance de la tecnología y la industria.
Es claro que resulta imperativo emprender acciones para prevenir o al menos mitigar, la desaparición de todas las manifestaciones bellas y sobrecogedoras de la Naturaleza, incluidas, por supuesto, las caídas de agua. Y si acaso somos pesimistas y nos domina la convicción de que el futuro desolador de este planeta ya está sellado, vale la pena ir en busca de las caídas de agua que perduran y disfrutarlas junto a lo que todavía queda de naturaleza, mientras exista.